

Bill Maher, el comediante de referencia de la progresía estadounidense (la gente que allí se llaman liberales) ha sorprendido a su parroquia explicando un reciente encuentro con Donald Trump en la Casa Blanca, con cena incluida. Maher y Trump tienen un largo historial de insultos cruzados, incluso alguna demanda, pero eso no ha sido óbice para que Maher, en su show, explicase que el presidente había sido "amable y medido" en el encuentro, que tuvo lugar el pasado 31 de marzo. En la cena intercambiaron puntos de vista, bromas e incluso alguna coincidencia (como, por ejemplo, que Europa debe hacerse cargo de su propia defensa). "Y si esto molesta a los hateros de Trump, se me'n fot", va afegir l'humorista, que a més va atacar els que "en lloc de dialogar prefereixen escriure el mateix editorial un milió de vegades".
El que més va sorprendre Maher –si l'hem de creure– és que l'endemà d'aquesta trobada tan cordial Trump va comparèixer en públic amb la seva agressivitat habitual, les seves sortides de to i la seva malaptesa. I conclou que aquest Trump desaforat, el Trump que es mostra davant dels micròfons i les càmeres, és una mena de màscara que no té gaire a veure amb la realitat. És ben curiós, perquè dies enrere, quan Trump va dir en públic que tots els líders mundials li estaven "llepant el cul" arran de l'afer dels aranzels, jo vaig pensar just el contrari: que el president és un personatge sense filtres, que parla en públic igual que ho faria en privat. I que això, que a la majoria ens sembla una vergonya i una irresponsabilitat, per als seus adeptes és una virtud.
Según Maher, pues, Trump actúa como cualquier político, es decir, con una doble cara; pero mientras que la mayoría se suelta en privado e intenta ser "amable y medido" en público, él hace lo contrario: se fuerza a mostrarse maleducado e intolerante para ofrecer a sus votantes la imagen del sheriff farol y de gatillo fácil que quieren que dirija Estados Unidos. Esto es básicamente el trumpismo: una impostura que consiste en darle la vuelta a los términos del doble juego de la política. Las personas normales, las que tratan de identificarse con sus votantes, no vienen; vienen los líderes intempestivos, convencidos, arrogantes, incapaces de admitir un error.
Todas las comparaciones son odiosas, pero de Hitler y Mussolini también se decía que en privado eran personas normales –de ideas maléficas, claro– pero muy capaces de mostrar actitudes humanas y cordiales con sus animales de compañía y sus seres cercanos. Aquel Hitler "extremadamente simpático" que encaterinó a Leni Riefenstahl. Eran personajes conscientes de que justamente su imagen pública de líderes iluminados e irascibles era lo que enardecía a las masas deseosas de ponerse detrás de un liderazgo fuerte. Éste es el fundamento psicológico del fascismo: la pérdida de la confianza en lo colectivo, y el depósito de la esperanza en el guía providencial que no se confunde con el pueblo, sino que se distancia de forma querida, con un ademán altivo, sacralizado, más allá de las discusiones y dudas que en la democracia son esenciales, pero que en una democracia son esenciales.
Como admirador de Bill Maher, estoy desconcertado. Entiendo que aceptara una cena en la Casa Blanca –¿quién se negaría?–, pero la publicidad que ha dado al encuentro, y ese tipo de epifanía que ha tenido con el personaje que más ha criticado y ridiculizado, me hacen pensar si este Trump "cordial y receptivo" no era también una máscara pensada para derribar a Maher de cuatro. O eso, o los liberales han decidido que es hora de asumir que Trump –el trumpismo– no es un accidente en la historia de Estados Unidos.