El libre mercado no nos traerá un Google europeo


Desde que Donald Trump ha hecho su apuesta caótica por los aranceles ha pasado algo muy raro. Un efecto rebote ha inundado nuestra conversación pública con una defensa acrítica de las bondades de la globalización y el comercio libre hasta el punto de que ahora oyes a portavoces de izquierdas que parecen Margaret Thatcher resucitada. Pero que Trump quiera utilizar el poder político para intervenir sobre el mercado y reindustrializar la nación no quiere decir que intervenir sobre el mercado y reindustrializar la nación sea un proyecto condenable, al contrario. La gran mayoría de las voces que oímos estos días hablan como si no hubiera alternativa al sistema actual, como si el comercio global funcionara de forma neutral, independiente de las relaciones de poder y las leyes que permiten unas u otras cosas; en definitiva, como si no hubiéramos aprendido nada de lo que llevó a la Gran Recesión. El giro imperialista de Estados Unidos es la forma en la que Trump está canalizando el deseo de los electores de la democracia americana que quieren que su Parlamento vuelva a tener poder sobre los mercados que han empobrecido a una gran mayoría. Aunque sospechamos de la honestidad del trumpismo y no compartimos sus métodos, no tiene ningún sentido que desde Europa salgamos a defender un retorno a la globalización y el libre mercado de los últimos años como si aquí no hubiera pasado nada.
Porque si en Europa no tenemos Google, Microsoft o Amazon propios es, justamente, porque la idea de que el comercio libre y la globalización son neutrales es un engaño. El modelo para entenderlo es el de la descolonización del siglo XX. Una vez desmantelados los viejos imperios, los economistas liberales argumentaron que los países del Sur Global tenían que dedicarse a la agricultura y que el norte tenía que continuar con las industrias interesantes porque la división del trabajo y la ventaja competitiva favorecerían a la riqueza colectiva. Esto, que no tendría ningún inconveniente en la utopía sin fronteras de una democracia mundial, es una trampa en el mundo real. Porque, como vimos durante la pandemia, tener fábricas como China o tener unas universidades y una industria farmacéutica como Estados Unidos no es lo mismo que ser un exportador de aguacates. Y, tal y como vemos en el triste papel de Europa ante la invasión de Ucrania, en caso de guerra no es lo mismo tener mucho dinero gracias al turismo que tener un gran aparato militar. Si una nación tiene industrias que producen productos estratégicos obtiene mejoras cualitativas que escapan a la doctrina del libre comercio.
Las big tech americanas ilustran muy bien cómo un país puede acabar utilizando el comercio para establecer relaciones de interdependencia que, en realidad, son la dominación del fuerte sobre el débil. El sarcasmo se multiplica cuando este colonialismo 3.0 se disfraza con la palabrería de la competitividad y el libre mercado, porque el éxito de Silicon Valley tiene muy poco que ver con sus emprendedores y mucho más con una apuesta política sostenida del estado norteamericano, que financió a las universidades, asumió riesgos y creó las condiciones para que la innovación privada pudiese florecer. Con esta ventaja competitiva generada a base de planificación y gasto públicos, América ha inundado Europa con productos tecnológicos gratuitos que, como un caballo de Troya, han entrado dentro de aspectos tan fundamentales de nuestras vidas como la comunicación interpersonal, la educación o el consumo. En Digitalización democrática, Simona Levi lo compara con un camello que da droga gratis en la puerta de una escuela, y explica cómo Google y compañía ofrecen servicios con código cerrado de manera que, cuanto más nos entrelazamos, más costoso es salir y más difícil es que las alternativas libres y abiertas puedan competir con eso. Si los datos son el petróleo del siglo XXI, la Europa de hoy no es tan distinta a una colonia en la que los recursos naturales son explotados por las multinacionales americanas.
Puede ser, como decía Dani Rodrik en estas páginas, que los aranceles no sean tan útiles como lo fueron en los países asiáticos para escapar del destino del Sur e industrializarse, y que reproducir las operaciones proteccionistas del siglo XX en el XXI sea mucho más complicado. Pero no hay que permitir que, en aras de una resignación economicista, acabemos renunciando a luchar por recuperar el control sobre los mercados globales y los beneficios cualitativos de tener industrias estratégicas propias. Sea cual sea la estrategia necesaria para tener un Google europeo, seguro que requerirá una mezcla de regulaciones, inversiones e impuestos para favorecer a las industrias propias que en su espíritu no pueden ser tan diferentes de lo que Trump decía que quería conseguir con sus aranceles. La elección no puede ser entre libre mercado y proteccionismo, sino entre buenas y malas formas de protegernos.