

Mario Vargas Llosa, que como hombre quiso ser presidente de Perú, menospreciaba, displicente, las lenguas no imperiales y precolombinas y fue beligerante con toda reivindicación indígena, incluida la catalana. Pero como escritor hizo La fiesta del Chivo.
La fiesta del Chivo es una obra maestra tan admirable que me obliga a no poder, ni queriendo, separar la obra del autor. Me gustaría poder ignorar ese libro, hacerle un boicot personal. Pero me resulta imposible. Hay obras que nos conmueven por la osadía del planteamiento, otras por el estilo, tan novedoso o tan sintético o tan rebosante. Pero ésta de él es otra cosa. Es la obra de un superdotado, nadie podría imitarla. Ni él mismo, con otros proyectos similares (novelar un hecho histórico con muchos personajes reales y algunos inventados) ha podido llegarse a sí mismo.
Con Ferran Torrent hemos hablado durante mucho rato de esta obra. Una obra que cambia tu percepción moral. "Y yo, ¿qué podría hacer?", te preguntas al leerla. Porque leyendo estás allí, allí mismo, en esa habitación donde la pobre Urania Cabral, la adolescente (personaje de ficción), es entregada por su padre, como ofrenda, al dictador Leónidas Trujillo (personaje real). Estás también en la sala de torturas, al final del libro, y pasarán días y días en los que recordarás momentos y frases, y nunca podrás olvidarlos.
Me da igual quien era Vargas Llosa, porque me gustaría mucho que este libro o de otras sedes no me gustaran. Cómo La tía Julia y el escritor o La guerra del fin del mundo, tan bien hecho que leyendo te empiezas a morir de sed, de sed, y debes beber agua, porque te quema la garganta. No sé cómo se hace para separar la obra del autor, cuando el autor ha hecho cosas en vida que te decepcionan, si la obra te parece admirable. Tanto, que querrías que todo el mundo la leyera, sólo para poder hablar de ello un rato. Yo no he leído nada igual.