Un votante escogiendo la papeleta para votar en las elecciones europeas
05/05/2025
3 min

Un día, en los tiempos que ahora parecen tan lejanos del Procés, me reencontré con un antiguo colega, e inevitablemente acabamos comentando la actualidad política. Recuerdo que, con una sonrisa condescendiente, me dijo: "Ya se sabe, cuando la gente vota con los sentimientos..." Era su manera de explicar unos resultados electorales que a él, que forma parte de lo que debería llamarse la izquierda bienpensante, no le gustaban. Aunque no puedo decir que me cogiese por sorpresa, la frase me afectó, y me llevó a pensar si podíamos establecer de verdad una separación limpia entre la racionalidad y los sentimientos a la hora de elegir nuestro voto (o a la hora de decidir si vamos a votar). Y más aún: ¿cómo decidimos qué votos son resultado de la aplicación de la estricta racionalidad y cuáles de la caída en la tentación de los sentimientos? ¿Quién lo juzga, y sobre qué base? (El criterio no puede ser, claro, que si votas a los "nuestros" entonces te estás comportando racionalmente.)

No hace falta ser licenciado en psicología para saber que, a la hora de elegir, las personas nos movemos por una mezcla de lógica y de emoción: la publicidad y el marketing se basan en la capacidad de saber excitar, a dosis desiguales, el deseo y la razón del consumidor. Pero de un tiempo a esta parte, las emociones lo inundan todo, y se han convertido en la fuente de legitimación por excelencia: si algo nos emociona, es que vamos bien. A mí particularmente –que también debo de formar parte, poco o mucho, de la izquierda bienpensante– me carga esa apelación constante a los sentimientos. Este Sant Jordi pasado, sin ir más lejos, muchos anuncios de las editoriales apuntaban en la misma dirección: la literatura tiene que emocionarte. Pues yo, que como lector he vivido emociones imborrables, pido a los libros, sin embargo, que no persigan, como objetivo primero, emocionarme.

Pero volvamos a las emociones en la política. La evolución de estos tiempos inciertos que vivimos, con el auge de los populismos, a menudo quiere explicarse por un predominio de los factores emocionales por encima de los racionales. Como historiador, no es un argumento que me satisfaga mucho: el resentimiento de los desvalidos hacia las élites, uno de los motores de la política de hoy, puede tener un componente, sin duda, emocional, pero obedece también a una lectura política de la realidad, que lleva a un voto disidente que es antisistema (en la medida en que es contra el establishment) pero que está provisto de racionalidad.

Por todo ello, he leído en este mismo diario (25/04/2025), y con cierta sorpresa, que la exalcaldesa de Barcelona, Ada Colau, ha descubierto la fuerza de los sentimientos en la política. En el primer acto público de una nueva fundación llamada Sentit Comú, Colau admitió que la derecha es "más hábil" para tomarle el pulso a la gente y que hay que buscar la diana de "las emociones, los cuidados y la piel". Y añadió: "Hay que dar datos y hacer gestión, pero no es suficiente. Hay que apelar a las emociones, que es lo que más moviliza a la gente". Las afirmaciones de Colau, que cuando estaba en el poder no se caracterizó por su capacidad para escuchar, me han hecho recordar la afirmación de un podcaster norteamericano, de tendencia más bien progresista en un universo dominado por el trumpismo, que explicaba que Trump es conocido por su chulería expresiva, pero que tal vez uno de sus grandes talentos era saber escuchar. Y lo razonaba así: "Los demócratas sintonizan con lo que la gente debería sentir", mientras que "Trump sintoniza con lo que la gente realmente siente". La distinción podemos discutirla, pero no me parece banal.

Y me devuelve a los años del Procés, cuando tan a menudo oías decir que los catalanes nos habíamos dejado llevar por los sentimientos. Y he recordado una entrevista que hice en L’Avenç, en 2019, a Luisa Elena Delgado, una crítica cultural española desgraciadamente ya desaparecida, autora de un libro importante que se llama La nación singular, y que estudió con empatía y "sentido común" el estallido soberanista. Ella me decía que, en conflictos "de alto voltaje emocional" –y citaba los casos de Escocia y de Catalunya, y el Brexit, pero también la ola feminista surgida en el 2017 con el Me Too–, "la premisa básica es que todo movimiento político significativo moviliza los sentimientos y los afectos: nadie gana una revolución, o un debate social, o genera lealtad a una causa determinada, con un discurso legalista o tecnocrático. (La Unión Europea es un ejemplo evidente de ello.) La cuestión es qué emociones se movilizan, cómo y en nombre de qué. A cuáles se apela públicamente y cuáles circulan de forma subrepticia. Creo que las razones y las emociones políticas nunca funcionan por separado. Es imperativo, por lo tanto, entender cómo se asocian y con qué finalidad". Me parece una magnífica receta para empezar a desbrozar el presente.

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