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La fachada de la sede del BBVA en Madrid. EDUARDO PARRA / EUROPA PRESS
13/04/2025
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Éste es un viejo dilema que ha ido pasando por muchas peripecias históricas en las que el exceso de uno de los dos polos de la ecuación ha generado problemas de convivencia. Aunque la digitalización generó un cierto resurgimiento del espíritu y de la significación de cooperar y compartir (como expresa el caso de Wikipedia), lo cierto es que la hegemonía de la lógica competitiva, esencia de la economía capitalista, es muy evidente, y con la llegada de Trump y los suyos se ha convertido en abrumadora. En nuestro país, en los últimos meses, y como resultado del debate desatado por los intentos del BBVA de apoderarse del Banc Sabadell, la palabra y el concepto competencia han alcanzado niveles de paradigma totalizador. No es normal que los bancos hablen entre sí a través de todo tipo de medios, y que el debate/diálogo sobre su futuro llene, a golpe de anuncios, páginas de diario o muchos minutos de televisión. El tema, es evidente, no afecta sólo a los accionistas de ambas entidades bancarias, pero no sé si era imaginable el alcance que ha acabado teniendo.

No pretendo entrar en el fondo de la cuestión, que tiene que ver con los límites de la regulación bancaria y con los impactos que todo ello acabe generando en los ciudadanos y en la economía real. Pero sí me parece importante señalar que todo parte de la hipótesis de que el éxito sólo tiene bases competitivas y que la excelencia sólo se consigue superando a los demás, vistos como adversarios. Y en este juego se utilizan mucho las emociones, situadas en ganar. Como en ese anuncio en el que las que venden pescado en un mercado compiten entre sí para tomar a los clientes en la otra parada, cuando, de hecho, todos los puestos deberían jugar juntos y cooperar para defender la institución del mercado municipal frente a la creciente hegemonía de las grandes superficies comerciales.

La dinámica competitiva ha entrado también en las relaciones personales y en los espacios que compartimos mediante la lógica de los likes y las puntuaciones que constantemente nos piden que demos cuando vayamos a cualquier servicio o entidad. En un informe de la OCDE del pasado año se señala que han caído significativamente los indicadores de confianza interpersonal y aumenta el número de gente que tiende a sospechar de quien no conoce. Al final, no es extraño que en este escenario económico y social se hable de una "clase ansiosa", más preocupada por defender sus propias posiciones sociales y de identificar a los enemigos que puedan ponerlo en peligro, que no de descubrir los vínculos que los unen con los demás sujetos de las comunidades más amplias de las que forman parte. Y es precisamente esta tendencia al sálvese quien pueda oa culpar al recién llegado lo que aumenta las dificultades para la movilización de las energías necesarias para dar respuesta colectiva a problemas comunes.

Parece claro que cuando hablamos de calidad de vida, bienestar o transformación social estamos refiriéndonos a situaciones en las que las personas viven con plenitud su autonomía, y al mismo tiempo conviven, se relacionan e interaccionan con otras personas, preocupándose de los asuntos colectivos. Los espacios donde el tejido comunitario es más fuerte se recuperan mejor y más rápidamente que aquellos en los que predomina el individualismo. El problema político es rescatar las ideas contemporáneas de personalización, de singularidad, y situarlas en una perspectiva social que las combine con la reciprocidad y la comunidad. Y éste es un objetivo significativo de la democracia, de lo compartido. La capacidad de construir un mundo respetuoso con la singularidad, con la autonomía, y al mismo tiempo basado en lo que nos une.

¿Competir o compartir? Lo que cada vez debería ser más claro es que debemos avanzar en una perspectiva de hibridación de lo que es singular y propio de cada uno con lo compartido y nos reúne. Es necesario compartir para competir mejor. Y es necesario construir capacidades individuales y colectivas para poder compartir mejor con aquellos con quienes, inevitablemente, debemos encarar un futuro lleno de incertidumbres. Debemos valorar la gran importancia de la autonomía individual, pero al mismo tiempo reconocer que somos seres profundamente interdependientes. Y que sólo los procesos compartidos colectivamente son duraderos y resilientes. Sólo así evitaremos que el darwinismo social disfrazado de meritocracia acabe devorando el propio sustrato de la convivencia humana.

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