La flecha llevaba veneno

Antonio Rebollo, el arquero  que encendió el peveter olímpico el 1992
04/12/2025
3 min

No sabemos si Jordi Amat quería realizar un ensayo cultural y sin querer le ha salido un libro político, o si quería hacer un libro político y decidió camuflarlo de ensayo cultural. Sea una cosa u otra, Las batallas de Barcelona (Ediciones 62) merece la conversación que está generando. Más allá de construir un recorrido histórico delicioso sobre cómo la cultura ha imaginado y narrado la ciudad en los últimos cincuenta años, Amat tiene la lucidez de atravesar el libro con la pregunta más incómoda posible: ¿podemos decir que Barcelona es hoy una ciudad democrática? ¿Es democrática una ciudad en la que sus habitantes no pueden permitirse vivir? El autor no lo pregunta desde una posición antisistema, ni desde la periferia social: hijo de buena familia –él mismo lo explica en el libro–, Amat es miembro de la junta del Círculo de Economía y dirige el suplemento cultural más influyente de España, Babelia.

La tesis del libro es que a partir de los años finales de la dictadura Barcelona vive un crescendo democrático que culmina con la celebración de los Juegos Olímpicos. Habría un hilo rojo que une a los movimientos vecinales del tardofranquismo, la gestión de los primeros ayuntamientos democráticos, y la transformación urbanística impulsada por Pasqual Maragall con la excusa de los Juegos. De finales de los 70 al 92, la ciudad no deja de mejorar. Simplificando: las cosas se hacen pensando principalmente en la gente. Alma y política socialdemócrata. Barcelona es más habitable, más justa, más culta y más cohesionada. El crescendo llega al orgasmo con el vuelo de la flecha de Rebollo encendiendo el pebetero: no sólo hemos construido una ciudad democrática, sino que ahora todo el mundo lo ve.

Amat es indulgente con Pasqual Maragall. Tanto en el libro como en las entrevistas concedidas, rechaza interpretar los Juegos también como la semilla necesaria de la posterior degradación, marcada por la turistificación salvaje y la progresiva apropiación de la ciudad por parte de los intereses privados y del capital global. De la lectura se desprende que son los que vienen después de Maragall quienes gestionan mal la herencia y lo estropean todo. Aquí Amat olvida que el pacto olímpico entre administraciones y sector privado tiene cara B: sienta las bases de la barra libre turística y entrega las claves de la promoción internacional de la ciudad a los hoteleros a través del consorcio Turisme de Barcelona. La flecha de Rebollo no sólo iba cargada de legítimo orgullo por el trabajo bien hecho, también llevaba su dosis de veneno.

Los entrevistadores han preguntado mucho al autor sobre la relación potencialmente paradójica entre la ciudad global que, a su vez, es capital de una nación minorizada. Aunque no es ni mucho menos el tema central del libro, sí que vemos claramente cómo los creadores e intelectuales barceloneses del período democrático a menudo han vivido y presentado esta relación como problemática. Como si Barcelona no terminara de encajar en el relato del proyecto nacional catalán, y viceversa. Un aparente desencaje que, sin duda, ha sido utilizado políticamente para impugnar el proyecto político del adversario. Las caricaturas cruzadas entre ciudad y nación están hechas hace tiempo.

Llama la atención que nuestros intelectuales de derecha y de izquierda no hayan sabido ver y explicar que, tanto históricamente como hoy, la auténtica relación problemática de Barcelona no es con el proyecto nacional catalán, sino con el español. Es en nombre del proyecto español, no del catalán, que la ciudad ha sido bombardeada varias veces (1714, 1842 y 1938 las principales). Es el gobierno español, no el inexistente poder catalán del momento, quien mantiene la ciudad encerrada dentro de las murallas hasta 1854 para que no pueda crecer. Son los gobiernos españoles quienes eligen un ancho de vía ferroviario que impide la conexión con Europa, y quienes mantienen Barcelona aislada de Valencia en alta velocidad, todavía hoy. Es España quien decide que Barcelona debe ser una ciudad secundaria, en beneficio de un Madrid inflado artificialmente a golpe de BOE.

En definitiva, es en el proyecto nacional español que Barcelona no encaja y es tratada como una anomalía. Y es por el papel secundario que se le ha reservado que la ciudad compite con una mano atada a la espalda desde hace tres siglos. Barcelona es el producto más exitoso del catalanismo. Que seguimos problematizando y vertiendo ríos de tinta sobre el problema entre Barcelona y Cataluña no es más que una muestra más del tipo de país neurótico que somos. Lean Las batallas de Barcelona: dispara las neuronas.

stats