Volver a poseer Barcelona
"Solo quiero ver billetes de cien", canturrea Jordi Amat en alguna estrofa de su ensayo Las batallas de Barcelona. Porque el libro es un collage de autores, música, libros, crónicas, congresos, proyectos, películas y conflictos familiares que lo hacen muy próximo: está entre una bibliografía y una lista de reproducción de todo lo que hay que leer, ver y escuchar sobre Barcelona para entender los logros y fracasos de la ciudad. La tesis del libro es conocida y compartida por muchos: "La paradoja del éxito global de Barcelona es que despoja a la ciudad". Pero Amat lo argumenta con datos y reseñas que posibilitan contrastar las intenciones iniciales de los proyectos emblemáticos con su impacto real a lo largo de los años.
El libro está plagado de casos simbólicos, como el del Hotel Arts: una torre alta fruto de un plan de iniciativa pública, en un sector con abundante suelo público que se privatizó, y que ha cambiado de manos con sucesivas revalorizaciones (desde la suspensión de pagos de los impulsores hasta una subasta adjudicada por 285 millones y una última recompra por 417 millones). Una oportunidad de inversión generada por un plan de ciudad que no ha servido, por ejemplo, para sufragar una parte de la vivienda pública que habría convenido en Poblenou. El libro va de esto: de la incapacidad de la ciudad para capturar parte de los beneficios que ella misma ha generado.
De la lectura de Amat extraigo dos conclusiones. La primera, que de vez en cuando va bien recordar que estamos donde estamos gracias a las aportaciones de Josep Lluís Sert, Maria Aurèlia Capmany, las fotografías de Pilar Aymerich, Jaume Sobrequés, el Plan de Museos de Lluís Domènech, los escritos de Manuel de Solà-Morales, y tantos otros. Hacer ciudad es muy ingrato, pero quizás dejaríamos menos margen en la extrema derecha si pusiéramos en valor a la multitud de iniciativas y de personas que hoy, desde la función pública o la privada, piensan en clave de ciudad y abren caminos para muchos otros. El trabajo desde las administraciones debe poder volver a ser creativo, disruptivo y efectivo para defender la función social de la ciudad. Hay que prestigiar a quienes asumen el riesgo de cuestionar, desde su experiencia, el orden imperante.
Una de las pioneras en todos los niveles fue Itziar González. Se la menciona a menudo por la lucha tenaz contra la corrupción en el distrito de Ciutat Vella, pero hace veinte años González ya era diferente también entre el colectivo de arquitectos. Ahora, muchos han llegado a compartir sus tesis sobre la construcción colectiva de la ciudad, más allá del proyecto de autor, para poner en valor el propósito social de las transformaciones. Ha creado escuela.
También me parece admirable que el abogado Pablo Feu ponga sobre la mesa que las compras para usos lucrativos –turismo, alquileres de temporada...– son también una competencia urbanística porque no realizan la función de hogar o vivienda que corresponde a los tejidos urbanos. O cuando la Asociación de Vecinos detecta que, desde los años setenta, la Derecha del Eixample se ha vaciado: de 72.000 habitantes a sólo 44.000, y 116 fincas que han sido compradas para ser rehabilitadas por el mercado de lujo e internacional. Es precisamente analizando estos datos que se entiende la compra de la Casa Orsola por parte de la promotora pública municipal y el Tercer Sector Social: la gentrificación no es inevitable y existen otras formas de entender la vivienda.
Barcelona tiene la suerte de ser una de las ciudades más estudiadas, dibujadas, pensadas y analizadas del mundo, pero los datos del vaciado del Eixample o de los alquileres de temporada son los que explican por qué los escritores, periodistas, cantantes y guionistas hablan todos del mismo malestar: no poder permitirse vivir en la ciudad. Escriben y hablan de lo que viven, son el signo del tiempo. El relato de la ciudad global de éxito ni siquiera lo compran los medios internacionales, que, como documenta Amat, se hacen eco habitualmente de las tensiones de los precios en Barcelona.
La segunda conclusión del libro es que la revisión de los proyectos de iniciativa pública al cabo de los años es fundamental para evaluar sus impactos. No se trata de buscar culpables, sino de entender lo que ha aprendido la ciudad de la evolución de determinados proyectos. El ensayo se atreve a hacer algo que el urbanismo no hace todavía habitualmente: cuestiona la ortodoxia sobre el retorno social de los proyectos urbanos. Barcelona está pasando de la discusión formal sobre el espacio público a una discusión sobre el modelo económico que atrae y sobre cómo redistribuirlo de forma efectiva. Estas cuestiones también son materia urbana y, por ello, cada vez existe una mayor exigencia sobre los proyectos de ciudad: los procesos de participación movilizan a expertos, entidades, colectivos organizados y al vecindario implicado, y ya no se habla sólo de carriles, aceras, arbolado y vados. Quizá sea la hora de que se abra el melón de las contribuciones especiales a las transformaciones de calles pagadas con dinero público y de la financiación de la vivienda pública a través de la tasa turística.
Las batallas de Barcelona es un tributo a todas las voces que se han mojado por Barcelona y es un buen compendio de las historias que nos han llevado hasta donde estamos. Cómo acabará todo esto ya es más incierto, y le corresponderá al lector tomar partido. Pero es un buen libro para entender que quien tiene los medios para invertir en Barcelona debe nutrirse de las ideas de quienes deben vivirlo.