El clásico del post-Proceso
El país está tan aturdido, tan anestesiado, que el fútbol vuelve a ocupar el lugar que le corresponde como válvula de escape de las pasiones colectivas, tan domesticadas desde la derrota del Proceso. Vuelven los bancos y las grandes empresas, cumplido el objetivo de su chantaje; vuelve poco a poco la sociovergencia, con un administrador único, que es el PSC. Y vuelve el eterno duelo entre Barça y Madrid para canalizar un sentimiento que no tiene una expresión política mayoritaria. Una catalanor difusa, globalizada, se esconde tras la celebración de los goles del Barça, y se expresa también con la tregua hacia el eterno rival, el equipo ministerial lleno de galácticos. La culerada ya no llama al minuto 17.14, pero disfruta haciendo cánticos en catalán y proyectando una diferencia más manejable que la compleja amalgama de lealtades que constituye la Catalunya actual. El fútbol funciona como un embudo o un alambique donde se destila un elixir autorreferencial, real y vibrante, pero inocuo políticamente, como ha pasado toda la vida, salvo en la década procesista.
Todo esto es lo mismo que expresan los países normales a través de sus selecciones nacionales. Si no cambian mucho las cosas, el Barça es lo más parecido que nunca tendremos en una selección catalana, y entiendo a los aficionados del Espanyol, Girona o Nàstic que encuentran que esta aproximación es simplificadora, pero el país está tan cogido con pinzas, tan descosido y tan trinchado como colectivo que no sería prudente desprendernos de una marca forma que no pueden hacerlo ni la política, ni la cultura ni la economía. Existimos a través del Barça, para bien o para mal. Y esto es un riesgo, porque si la pelota no entra todo el país se resiente; pero es que en el almacén de la catalanidad no queda mucho más, aparte de mala leche, una autonomía con vocación opiácea y una cultura propia que libra batallas dignamente a pesar de la obsesión con la que el enemigo la minoriza.
El Barça no es ese ejército desarmado que glosaba Vázquez Montalbán, porque los culés prefieren una Champions antes que la independencia. Pero si el Barça gana el clásico mucha gente tendrá un orgasmo identitario, y revivirá una catalanor medio superficial, medio telúrica, un odio intenso pero efímero contra Madrid y España madridista, al igual que por Sant Jordi –un día es un día– se venden más libros en catalán que en castellano. Pero necesitamos Madrid, el Madrid, para sentirnos quiénes somos, lo que constata que el fútbol es también un instrumento de la unidad hispánica, quizás la única importante, junto al AVE.
Poner el destino y las esencias del país en un equipo de fútbol no es una buena idea, pero en un mundo que ya no se estructura a partir de realidades culturales sólidas, sino de símbolos e iconos, está bien que aprovechemos cualquier chispa de sentimiento colectivo, de catalanidad, aunque sea frívola, vaporosa, quizá incluso ficticia. Ganar el clásico ante el Madrid, como silbar al himno español frente al rey, es un placebo. Pero si estas expresiones comunitarias resisten es porque detrás hay un cierto rescoldo, un pasado, un vínculo estantino con la tierra y la gente que tenemos alrededor, sin el cual es imposible plantearse hitos más ambiciosos y tangibles. Son expresiones débiles, intermitentes, pero tienen gran ventaja: no se pueden derogar, ni ilegalizar, ni censurar desde el poder. Cuando el PSC dice que, gracias al 155, Catalunya ha vuelto, el clásico le responde que hay otra Catalunya que está siempre, que es preconstitucional y rebelde, aunque en el momento actual tenga que contagiarse a los empujes de Lamine Yamal.