El cliente siempre tiene razón

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Intervención de las Fuerzas Armadas de Ecuador en prisión Regional del Litoral, en Guayaquil, el 8 de enero.

Hablamos cada día, y con razón, de las guerras en Gaza y Ucrania. Pero hablamos poco de una guerra tan infinita como el conflicto de Oriente Próximo, aunque mucho más rentable: la guerra contra las drogas. Nos llama la atención de vez en cuando, como estos días, con el caos en Ecuador. Y lo olvidamos enseguida. Parece que nos dé igual que esa “guerra” sea la principal fuente planetaria de corrupción y que esté devorando tantos países latinoamericanos. La droga es mala, ¿no? Pues hay que seguir con la guerra y mirar hacia otro lado.

Richard Nixon declaró la guerra contra las drogas en 1971. Uno de sus consejeros, John Ehrlichman (condenado en 1975 a 18 meses de cárcel por su papel en el caso Watergate), dijo muchos años después, en 1994, al periodista Dan Baum que la idea consistía en criminalizar a los dos grupos más activos en las protestas contra la guerra de Vietnam y contra el racismo: relacionando a hippies y pacifistas con la marihuana y a la población negra con la heroína, se podía justificar la brutalidad policial. Ehrlichman está muerto, igual que Baum, y la familia Ehrlichman niega que existieran esas declaraciones. Pero la lógica era esa.

Estados Unidos ha gastado desde entonces más de un trillón de dólares en combatir la producción y consumo de drogas. Con un resultado discutible. Ciertamente, la guerra de Nixon, continuada por todos los presidentes posteriores (Joe Biden dijo que acabaría con ella pero no lo ha hecho), ha permitido encarcelar a más de un millón de estadounidenses cada año (afroamericanos en su gran mayoría), ha estimulado el negocio de las cárceles privadas (ya son 158 en Estados Unidos) y ha dado empleo a miles y miles de personas (la famosa DEA, la Drug Enforcement Agency, tiene en nómina a más de 10.000 agentes).

Sin embargo, conseguir droga es cada día más fácil en Estados Unidos y en Europa, los grandes consumidores. Véase la actual crisis del fentanilo. O miren a su alrededor y piensen en la aceptación social del consumo de cocaína y otras sustancias sintéticas como cosa “recreativa”.

Aquí estamos muy lejos del frente. Puntualmente, un amigo o familiar se destroza la vida, o la pierde, a causa de la droga. Pero esas bajas, dolorosas, son pocas. Y la tendencia desde hace años apunta, a un lado y otro del Atlántico Norte, a una creciente despenalización del consumo. A quien hay que combatir, decimos, es a los productores (campesinos sin otra alternativa) y a los cárteles (proletariado rural y urbano inmerso en una continua orgía de violencia para competir con grupos rivales). Al fin y al cabo, nosotros somos solo clientes. Y el cliente siempre tiene razón.

La realidad es la que es: aunque se encarcelara o matara a todos los cultivadores de coca y a todos los miembros de cárteles, desde el jefe hasta el último sicario, el negocio se reproduciría en pocos días. Mientras haya consumidores sale muy rentable participar en la guerra. Un kilo de coca cuesta poco más de mil dólares en Colombia, Argentina o México. Trasladado a Europa, ese kilo se vende por más de 50.000 dólares, o 50.000 euros. En total, las sustancias ilegales generan un beneficio anual cercano a los 800.000 millones en todo el mundo.

Imagínense a cuántos policías, y a cuántos gobiernos, se puede corromper con esa pasta. Y lo bien que les viene a las economías desarrolladas, como la nuestra, cuando se blanquea: el Foro Económico Mundial, ese club capitalista que organiza las reuniones de Davos, estima que la droga contribuye en al menos un 1%, quizá hasta un 3%, al producto interior bruto de un país como España.

El consumo de drogas, decíamos, es malo. Sobre eso existen pocas discusiones. Y es aún peor cuando las drogas están adulteradas y son de pureza muy variable. Más de 55.000 personas mueren anualmente en Estados Unidos por envenenamiento o sobredosis accidental. ¿Qué hacer? Legalizar, evidentemente. Echar del mercado a los cárteles y su inconcebible violencia, garantizar un nivel mínimo de calidad y gastar en prevención y rehabilitación lo que ahora se invierte en policía, cárceles y demás. Hasta una revista como The Economist está a favor de la legalización. Y mucha gente la agradecería. Ecuador, por ejemplo, no estaría sufriendo este momento sombrío.

El problema no se resolvería. Nunca se resolverá mientras haya consumidores. Hablo de nosotros, el llamado primer mundo. Pero sería un problema que no crearía Estados fallidos ni tanta muerte.

El caso es que esta guerra tiene demasiados beneficiarios y, por tanto, nada cambiará. 

Enric González es periodista
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