La política exterior española tiene un problema de escala. No de escalera de vecinos, que últimamente también lo parece, sino de la escala con la que el Reino de España se ve a él mismo en relación con el mundo que lo rodea y, por lo tanto, la prepotencia con la que se equivoca.

La política exterior española ha vivido las últimas décadas debatiéndose entre el mito clásico del Imperio Español y la dura realidad de asumir que España es ahora una pequeña potencia regional frágil y a la vez singular por su situación geográfica, y únicamente reforzada por la pertenencia al club europeo y por las bases norteamericanas en su territorio.

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La desproporción de la percepción del lugar de España en el mundo tuvo el punto álgido en los aires de grandeza que llevaron a José María Aznar a implicar al ejército español en una guerra de Irak fundamentada en la mentira de la existencia de armas de destrucción masiva. La fotografía del trío de las Azores con George W. Bush, Tony Blair y Aznar tuvo continuidad en la fotografía del presidente español con los pies encima de la mesa junto al presidente de EE.UU. en una especie de parodia cantinflesca de las históricas relaciones transatlánticas.

La diplomacia española ha pasado del delirio del imperio mitificado pero inexistente, como explica el historiador británico Henry Kamen en su libro Imagining Spain: Historical Myth and National Identity (Yale University Press), a una política exterior errática, marcada por el cortoplacismo y el miedo al ruido de la última crisis mediática. La diplomacia española ha pasado de actuar con los vecinos con una especie de complejo de superioridad atávico a dar un giro de timón repentino en un tema tan antiguo y trascendental como el de las relaciones con Marruecos y, de rebote, con Argelia.

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El giro no se ha explicado oficialmente con argumentos sólidos y solo se entiende por el miedo a la amenaza marroquí de iniciar una crisis migratoria desde el sur cuando en Europa empezaba desde el norte la migración de seis millones de ucranianos por la invasión rusa. El miedo al desbordamiento inducido a través de la frontera sur y un exceso de confianza por desconocimiento explican el error del ministerio español de José Manuel Albares. Si no es por la presión migratoria, no se puede explicar el cambio unilateral de opinión sobre la autodeterminación del Sáhara Occidental que ha dinamitado las relaciones con un socio energético crítico como es Argelia. Marruecos no solo podría haber obtenido los últimos años información delicada para España a través del programa Pegasus y situarse en posición de ventaja negociadora, sino que la casa real marroquí filtró un caótico viernes al atardecer el apoyo de Madrid a su plan de autonomía e impuso así, de una bofetada, el final de una posición política sostenida durante 47 años. Con una filtración de palacio se ponía fin al apoyo a las resoluciones de la ONU que toman nota de la ocupación marroquí del Sáhara Occidental.

La monarquía alauí dejaba al ministro Albares en evidencia, sin capacidad de reacción, con el flanco político interno estupefacto y con Argelia en pie de guerra energética.

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De hecho, este es un escenario más de la guerra en Ucrania, y también aparece Rusia con la visita de Lavrov a Argel el mes pasado y la posición de ventaja que Italia ha aprovechado para ocupar con la desorientación española. El anuncio de Argelia que suspende el tratado de buena vecindad y congela las operaciones comerciales exteriores se ha matizado en las últimas horas por las amenazas de la Unión Europea, pero a España le quedan pocos argumentos más allá de la presión de sus socios europeos.

Una vez más, el gran hecho diferencial de la capacidad de actuación española es la pertenencia a la Unión. Una vez más, a pesar de las dificultades, es la UE la que hace avanzar a los Estados miembros. Y, si no, que se lo digan a Polonia, que ha cambiado por completo su política migratoria con Ucrania. Con dificultades, pero la UE es el único proyecto de futuro viable.