El deber moral de leer
La educación actual peca de un exceso de indulgencia, que es tan dañina como un exceso de rigor. El pecado consiste en colocar al niño o al joven en una posición de omnipotencia narcisista. Debe ser autónomo y escoger, incluso sobre todo lo que todavía no ha vivido ni conocido. La educación confunde la libertad con la obtención de una inmediata satisfacción. Por encima de todo no debe frustrarse al más joven. Las tecnologías juegan a este juego, y contribuyen a la dispersión y al descuido temporal. Sin embargo, buscar una satisfacción sin fin supone obtener una frustración también infinita, porque nunca acabamos de estar del todo satisfechos. Entonces, la cultura actúa desde el principio de realidad, proponiendo otra forma de satisfacción, a condición de aplazar la que domina en el momento. Sentarse un rato en una silla y leer. O tocar el violín y que suene bien. El principio de realidad promete un reconocimiento en el futuro a cambio de una renuncia al presente. La civilización pide paciencia.
Leer, de entrada, no satisface a nadie. Ni mayores ni pequeños. El texto se resiste. Desciframos lentamente, encontramos palabras desconocidas que cuecen como una urticaria. Los niños de la Escola del Mar escribieron lo complejo que es leer: “Casi todos los libros que tenemos contienen, además de un gran número de frases largas y difíciles, una abundancia de palabras que literariamente están muy bien, pero que no son del uso de las criaturas, y como las desconocen les hacen perder el hilo de la narración”.
Leer también significa imaginar cosas que no vemos. El pensamiento simbólico trabaja las ausencias. Ya no tenemos en la pantalla del ordenador el escenario y los personajes como un menú de autoservicio. Quien lee les construye en su cabeza, les hace mover, incluso puede cambiar la historia. Sólo se desarrolla la imaginación inventando otras realidades por medio de la literatura, el arte, el teatro.
El problema actual es que esta renuncia a la satisfacción voladizo no la rechazan sólo los más jóvenes (que por eso son menores), sino también, en buena medida, los adultos. Quien tiene la responsabilidad de hacerse cargo de los más jóvenes está igualmente colgado de las tecnologías, lee poco porque no tiene tiempo y (resumiendo) no quiere problemas. Eliminar las lecturas “obligatorias” es una forma de preservar la lógica de la satisfacción voladizo. He hablado con jóvenes que creen que no hace falta que te guste leer para enseñar a leer, porque leer es una técnica y ya está. También he hablado con jóvenes que son grandes lectores.
Leer es un deber moral. Supone la responsabilidad de hacer lo que consideramos bueno porque tenemos una visión de país y de un patrimonio compartido: Flaubert es patrimonio cultural francés. ¿Cuál es el nuestro? En cambio, la obligación –a falta de una visión del deber– se administra desde el apremio arbitrario, el “porque lo digo yo”. El adulto responsable señala el deber, aunque pueda equivocarse. En cambio, quien hace el pardillo sólo conoce la obligación. Y así, solo a base de obligaciones, la civilización se despedaza.