Debilidades europeas en Moscú
REPROCHES. Josep Borrell salió escaldado el viernes de Moscú. Sentado junto al ministro de Asuntos Exteriores ruso, Serguei Lavrov, el jefe de la diplomacia europea se tuvo que oír decir que la UE no es un socio fiable, que utiliza las sanciones internacionales con hipocresía y de manera ilegítima. Mientras tanto, se filtraba que Moscú había ordenado la expulsión de tres diplomáticos europeos -de Alemania, Suecia y Polonia- acusados de haber participado en las protestas contra el encarcelamiento del opositor Aleksei Navalny. Cuando el jefe de la diplomacia europea pidió, ante la prensa, que se investigara el envenenamiento de Navalny, Lavrov se la devolvió donde hace daño, donde ya habían chocado antes con Borrell como ministro de Exteriores español: recordándole las sentencias contra los presos políticos catalanes.
Lavrov, responsable de Exteriores del Kremlin desde el 2004, es uno de los diplomáticos de la vieja escuela más habilidosos del panorama internacional. Hace tiempo que heredó el apodo de Mr. Niet -como se había conocido a Andrei Gromiko, ministro de Exteriores de la URSS- por una terquedad y una capacidad negociadora que han llegado a exasperar a una lista larga de representantes diplomáticos.
CONTRADICCIONES. Si hay una cosa que Vladímir Putin desprecia es la debilidad. Y la Unión Europea fue a Moscú apresurada por la necesidad, a alabar la efectividad de la vacuna rusa Sputnik V, en plena crisis interna en la UE por el retraso de los suministros negociados, y, como siempre, cargada de contradicciones.
A pesar de que el Consejo de la UE lleva aprobando y prorrogando sanciones contra personalidades y negocios del entorno del Kremlin ininterrumpidamente desde el 2014, los Veintisiete son incapaces de tener una estrategia consensuada sobre cómo relacionarse con la Rusia de Putin. Divididos entre los que creen que para poder contrarrestar a China primero hay que rehacer las relaciones con Rusia y los que reclaman más firmeza contra un vecino que ha perfeccionado su capacidad de influencia y desestabilización hasta convertirse, indirectamente, en un actor electoral más en algunos países de la UE.
Incluso antes de la irrupción del coronavirus, los gobiernos de Alemania, Francia y el Reino Unido ya abogaban por rebajar la tensión con Rusia. En cambio, desde otros países -especialmente desde las repúblicas bálticas- han crecido, en los últimos meses, la presión y la retórica antirusa y en defensa de las protestas en Bielorrusia. El analista del Centro Carnegie Andrew Weiss escribía hace poco que “el ataque a Navalny y la crisis bielorrusa han desnudado, prácticamente de un día para el otro, la credibilidad de las voces en Europa que tradicionalmente defienden el mantenimiento del statu quo con Vladímir Putin”.
INCONSISTENCIAS. A pesar de todo, la dependencia del gas ruso sigue intacta. Este fin de semana, incluso, Gazprom retomaba las obras de construcción del polémico gasoducto Nord Stream, que conecta Rusia con Alemania sin tener que pasar por Ucrania. Un proyecto que ha sido blanco de sanciones internacionales por parte de los Estados Unidos y que incomoda a la Comisión Europea, pero que sigue siendo prioritario para el gobierno de Angela Merkel.
La política exterior de la UE es tan fuerte o tan débil como la suma de las políticas exteriores de todos sus estados miembros, con sus intereses, herencias coloniales y agendas, muchas veces contrapuestas. La capacidad de influencia de la UE como actor global no depende únicamente de su voluntad de ser, sino que hace falta que el resto del mundo se la reconozca. El viernes pagó el precio político de esta inconsistencia.
La vulnerabilidad europea fortalece a Moscú, que hoy puede vender a su opinión pública un buen pellizco a la moral comunitaria, acompañada del reconocimiento explícito al éxito científico de su vacuna.