Democratizar el Estado

Hoy he comparecido, por videoconferencia, en la comisión de investigación del Parlament de Catalunya sobre el espionaje a representantes políticos a través de Pegasus y Candiru. Ha sido una buena ocasión para, respondiendo a las preguntas de los representantes de la ciudadanía catalana que han querido participar en la comisión, abordar algunos de los grandes problemas que aquejan a nuestro dañado sistema democrático.

Más allá de la ridícula consideración de que el President fuera el jefe clandestino de los Comités de Defensa de la República (CDR), es del todo excepcional que el Tribunal Supremo permitiera al Centro Nacional de Inteligencia espiar al presidente de la Generalitat, Pere Aragonès y que la información derivada del espionaje pudiera estar en manos del Presidente del Gobierno en un contexto de negociación entre el propio Sánchez y Aragonès tanto en la investidura como en la mesa de diálogo entre el gobierno del Estado y el de la Generalitat. El de Aragonès es uno de los 65 casos que Citizen Lab, el organismo de la Universidad de Toronto, señaló como “espionaje sistemático y generalizado de orientación política”. Aunque hablamos del presidente de una administración autonómica, su caso no es una excepción en la medida en que, como he tratado de explicar esta mañana, la excepcionalidad se está normalizando en España. El espionaje con Pegassus, el lawfare, las campañas de descrédito mediático o la pura represión se han convertido en una praxis de los poderes del Estado y de los poderes mediáticos para intervenir en la política contra representantes elegidos por la ciudadanía.

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El PSOE, que últimamente ha aprendido a pronunciar lawfare y que en las últimas semanas ha descubierto quién es el juez Manuel García-Castellón, debería entender que su principal adversario político no son los impotentes grupos parlamentarios del PP y VOX en el Congreso, sino un conjunto de figuras asentadas en los más altos poderes del Estado, de las fuerzas y cuerpos de seguridad, del Ejército y de los medios de comunicación, organizados y dispuestos a doblar el brazo a la voluntad política del Congreso de los diputados y la del propio Gobierno. Qué el CNI, con Margarita Robles al mando, no pudiera impedir ni aclarar quién instaló Pegasus en el propio teléfono móvil de la ministra de defensa y en del Presidente, refleja la dimensión de lo que estamos hablando.

Por desgracia, la falta de controles democráticos sobre los aparatos del Estado es una constante en los últimos 45 años de historia de España. La lucha contra ETA sirvió como excusa para que no se produjera una depuración en los aparatos policiales y de inteligencia del franquismo. El protagonismo de una figura como el comisario Villarejo, cuyos servicios fueron requeridos por todos los gobiernos de nuestro país y por algunas de las empresas más importantes, señala la podredumbre de los servicios inteligencia.

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El actual es un buen momento para una ofensiva legislativa que mejore y democratice nuestro sistema jurídico en lo que se refiere al control democrático de los aparatos del Estado. Si ha sido posible que un partido que reclamaba la vuelta de Puigdemont para meterlo en la cárcel, haya acabado por aceptar y defender la amnistía como consecuencia de la aritmética parlamentaria, seguramente nunca haya habido un momento más propicio para hacer reformas. Pero hay que asumir sin complejos que el Estado es un territorio en disputa. No es lo mismo que haya élites policiales comprometidas con los derechos humanos a que nos encontremos con las que se organizan, de manera ilegal, como policía patriótica y actúan al margen de la ley. Las fuerzas democráticas deben ocuparse del Estado y forzar al PSOE a hacerlo. El Estado no debe seguir siendo un terreno dominado ideológicamente por aquellos que creen que la unidad de España está por encima de lo que decide el Parlamento.