El desorden público
La activista Tamara Carrasco fue acusada de rebelión y de terrorismo por la Audiencia Nacional en 2018. Es imposible olvidar aquellos titulares inculpatorios que anunciaban victoriosos que la Guardia Civil había encontrado en casa de la CDR de Viladecans una máscara de Jordi Cuixart, un silbato amarillo y una papeleta del 1-O. Había suficiente con esto para hacer el ridículo, pero los chistes se vuelven pesadillas en manos de los represores. Como en una película basada en hechos reales en la que vas pensando “no puede ser, no puede ser, el guion se les ha ido de las manos”. Y fue. Y ha durado cuatro años. Y el guion está escrito. A Tamara Carrasco la detuvieron, la trasladaron a Madrid y posteriormente la justicia española decidió que la confinaba en su municipio durante 413 días. Antes de que la pandemia nos confinara a todas. Después, sin pruebas de terrorismo ni de rebelión, la Audiencia Nacional pasó el caso a los juzgados ordinarios de Barcelona y Tamara Carrasco fue acusada de incitación a los desórdenes públicos. La cuestión era acusarla. Algo debía de haber hecho. Pero también fue absuelta. Aunque la fiscalía, supongo que para afinar, no tenía suficiente y presentó un recurso al Tribunal Supremo, presidido por Manuel Marchena. Once votos a favor de su absolución y cinco en contra ha sido el resultado final, con nombres propios que nos son demasiado familiares, para mi gusto. Para el bien de Tamara Carrasco, el calvario judicial se ha acabado. Las consecuencias que le ha traído todo este proceso, no. ¿Cómo se puede resolver internamente esta angustia? ¿Cómo resolvemos colectivamente esta injusticia? Su caso es un ejemplo evidente de la persecución ideológica que sufre el independentismo y que hace tiempo que nos enseña todas las máscaras transparentes de un país obsesionado con una unidad fabricada a puñetazos y mal olor de cloacas. La comedia acaba siendo una película de terror hablada, doblada y subtitulada en castellano.
Tamara Carrasco fue acusada de incitar al desorden público a través de un mensaje de WhatsApp que fue a parar a manos de la Guardia Civil antes de quePegasus sacara la nariz. Aunque vete a saber qué narices y cuándo se sacaban. El whatsapp era la prueba de la fiscalía porque, según su argumentario, a través de este sistema de mensajería “es posible convocar mucha gente en muy poco tiempo para llevar a cabo actos vandálicos”. También es posible enviar un whatsapp a mucha gente para montar una celebración de algún acontecimiento relacionado con el fútbol masculino, que a menudo también comporta actos vandálicos, y no he leído nunca esta argumentación en la fiscalía. También es verdad que no acostumbro a leer este tipo de escritos y ahora resulta que quizás las paredes están llenas. De momento, sin embargo, de lo que está llena esta democracia consolidada es de vergüenzas monárquicas y de proteger más el orden público que el bien público. Aunque el orden público es, muchas veces, desorden. No se considera porque está en manos de las mal llamadas autoridades competentes. Es el orden establecido. O el desorden establecido, depende de quién lo mire, naturalmente. Pero, si en el orden establecido ves desorden, ya puedes empezar a correr. Parece una madeja enredada, pero es con la que hace mucho tiempo que nos vestimos. Por eso, en las democracias, especialmente en las consolidadas, el derecho legítimo de protesta se considera un desorden. Por eso no hay presos políticos, ni exiliados, ni centenares de procesos judiciales abiertos contra personas que han decidido protestar, sino contra personas que han decidido delinquir. La ley lo dice muy claro. Y a la Constitución le sobra testosterona, que por eso solo tiene padres.