Educados en la violencia

Acabamos de pasar el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres. Los días internacionales de cualquier cosa corren el riesgo de convertirse en una conmemoración institucional más, en la que el objetivo a proteger queda externalizado a las instituciones, que ya se ocupan de colgar la pancarta, mientras nosotros seguimos ocupados en nuestros quehaceres. Pero si ninguna violencia puede ser reducida a la rutina del calendario oficial, aún menos puede serlo la violencia contra las mujeres, porque es tanto como decir violencia contra la mitad de la humanidad.

Esto significa que millones de personas en todo el mundo crecen cada día educadas en la violencia. Si abrimos el foco —porque la violencia es una sola (la del más fuerte) presentada en múltiples formas, como la guerra, la concentración de la riqueza, la negación de los derechos humanos y de los mínimos de seguridad material—, toda una generación está subiendo educada en la violencia, es decir, en la crueldad como forma habitual de relación entre las personas. Los telediarios suelen ser una buena colección de ejemplos de ello, con sus exhibiciones diarias de destrucción y del lenguaje grosero y obsceno del poder.

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El primer efecto devastador de esta violencia, tanto si es explícita como si es latente, es la inmunización ante su existencia, que hace vivir la vida bajo la falaz condena de que esto es lo que hay y de que no hay nada que hacer más allá de ir buscando un refugio propio.

No es verdad, claro. Mirad a la gente cuando se encuentra para celebrar, reivindicar, compartir y colaborar, y mirad a los niños cuando descubren que hay más mundo. Educados en la violencia, hemos desaprendido a educar en la paz, la justicia y la fraternidad, y ya no digamos en la espiritualidad. Mientras estas palabras suenen ingenuas (como suenan ahora), seguiremos educando en la violencia.