Empobreciendo la ciencia

El sistema universitario y de investigación lleva años atrapado en una idea tan seductora como equivocada: que la evaluación académica será mejor si es perfectamente "objetiva". La receta parece clara: enumerar criterios, dividirlos en muchas partes y dar a cada una una puntuación exacta. Así, cualquier persona -aunque no conozca el campo- podría aplicar el baremo y obtener un resultado. Precisión total. Objetividad garantizada. Objetividad… en teoría.

Cuando hablamos de evaluación académica, sin embargo, no nos referimos sólo a la valoración de las publicaciones en revistas internacionales. Hablamos de un sistema que atraviesa todos los ámbitos de la vida académica: el reclutamiento y la promoción del personal investigador, el acceso a proyectos competitivos, la evaluación de trayectorias profesionales y la forma en que se produce y valida el conocimiento.

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La realidad, sin embargo, es la opuesta a la promesa inicial. Esta obsesión por desglosarlo todo está convirtiendo la evaluación en un ejercicio burocrático y mecánico. Rúbricas infinitas, casillas por llenar, decimales que pretenden medir lo cualitativo por definición. Y, mientras tanto, lo esencial desaparece: la mirada experta.

La buena búsqueda no se detecta sumando puntos. Un trabajo valioso se reconoce por aportar novedad, solidez, visión y profundidad. Y estos elementos sólo los puede captar alguien que conoce de verdad el campo, que compara y sabe ubicar un resultado dentro de una tradición científica. Esta mirada no puede sustituirse por una tabla de puntuaciones, porque la calidad científica no funciona como una hoja de cálculo.

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La cuantificación excesiva, además, no es neutra: genera efectos perversos. Incentiva producir más, aunque sea rutinariamente. Premia a quien sabe adaptarse mejor al sistema de puntos, no necesariamente a quien hace la mejor ciencia. Y condiciona las prácticas de los investigadores, que tienden a priorizar lo medible y rápidamente publicable en detrimento de la investigación arriesgada o de largo recorrido.

Poco a poco, este modelo empobrece a la ciencia misma. Limita la libertad intelectual y favorece la selección de personas y trabajos que se ajustan a los modelos prevalentes, no a los más innovadores. El resultado es un conocimiento menos abierto y con menor capacidad de afrontar problemas complejos.

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Todo ello ha conducido a una paradoja: en nombre de la objetividad, hemos creado un sistema menos justo y menos útil. Porque una evaluación que no sabe reconocer el valor real de lo que está juzgando es una evaluación fallida, tanto para la comunidad científica como para la sociedad. No se trata de volver a la opacidad ni a decisiones discrecionales. La transparencia es imprescindible, pero no exige convertirlo todo en cifras; exige explicar cómo se ejerce el criterio experto, no eliminarlo.

Si queremos un sistema universitario y de investigación que premie la buena investigación y fomente la excelencia, es necesario recuperar una evidencia que el debate burocrático ha querido esconder: evaluar bien significa saber, ser experto. Y saber no siempre puede desglosarse en puntuaciones.