El arte de leer

Tengo a mano los libros de Leo Strauss desde hace más de 15 años. Los leo con atención, los termino, los recomienzo. Sigo sin entender gran cosa. Strauss es probablemente el pensador más oscuro del siglo XX. A estas alturas apenas me siento en condiciones de afirmar que rechazaba la modernidad, que Karl Popper le caía muy mal y que sus conocimientos filosóficos eran abrumadores. Podría añadir que físicamente era clavado a Harpo Marx, lo cual tal vez resulta desconcertante en un filósofo.

Suele atribuirse a Leo Strauss la condición de gran patriarca del neoconservadurismo estadounidense, una escuela de pensamiento que ejerció una importante influencia sobre el Partido Republicano durante las últimas décadas del siglo XX y la primera del siglo XXI. Es decir, hasta que Donald Trump destruyó cualquier vestigio de pensamiento. Incluso se califica a Strauss de “autor intelectual” de la invasión de Irak en 2003. No sé qué habría opinado él, muerto en 1973, sobre estas cosas.

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Fue amigo y admirador de Carl Schmitt, el insigne jurista de la Alemania nazi, pero él huyó de ese país y de ese régimen. Fue muy crítico con los sistemas políticos liberales, pero optó por instalarse en Estados Unidos. Nunca me ha quedado claro si él, como judío, era sionista o antisionista. Decía maravillas de Max Weber, pero le consideraba equivocado en casi todo. Fue amigo de Alexandre Kojève, el funcionario y filósofo francés que proporcionó un cierto rango moral al proceso de reconciliación y unión de los países europeos, pero no se interesó por lo que llegaría a ser la Unión Europea. Dicen que una persona inteligente puede pensar al mismo tiempo en dos ideas contradictorias. Strauss siempre tenía en la cabeza 20 o 30 contradicciones simultáneas.

Su obra muestra rasgos de laberinto: según sus discípulos más cercanos (hablamos de entusiastas al borde del fanatismo), los libros de Strauss son algo así como un trampantojo intelectual, un juego de perspectivas con el que el autor oculta su auténtico pensamiento, del que va dejando pistas, no siempre fiables, aquí y allá. No hay estudioso de Strauss que no reconozca la parte secreta de sus ideas.

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En general se admite que sólo se mostraba transparente ante un selecto grupo de sus alumnos en la Universidad de Chicago. Entre ellos se encontraba Paul Wolfowitz, matemático, doctor en Ciencias Políticas y subsecretario de Defensa con George W. Bush. Wolfowitz, gran impulsor de la invasión de Irak, constituiría para algunos la plasmación política del pensamiento de Strauss. El problema radica en que junto a Wolfowitz pertenecieron al grupito personas como Susan Sontag o Francis Fukuyama, ideológicamente bastante alejadas de Wolfowitz.

Al tipo le encantaban las religiones y el ocultismo. Estudió a fondo la filosofía islámica clásica y la tradición judaica. Detestaba el historicismo, según el cual, “grosso modo”, cada pensador pertenece a una época y queda superado en las épocas siguientes. Y afirmaba que resultaba imposible leer de forma convencional a filósofos como Spinoza o Maquiavelo, porque vivieron y escribieron en tiempos con una limitada libertad de expresión. Por tanto, esos autores, y muchos otros, velaban los aspectos más conflictivos de su pensamiento para ahorrarse dificultades con el poder de turno. Hay que leerles, según Strauss, entre líneas.

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Y aquí llegamos al motivo por el que he estado aburriéndoles en los párrafos previos. En Persecution and the art of writing (La persecución y el arte de escribir), Strauss explica minuciosamente cómo acceder a la parte oculta, o esotérica, de los clásicos que introdujeron claves en sus textos. Si hay un libro de Strauss de utilidad práctica e inmediata, es ese. Por supuesto, no se trata de un manual sencillo. Conviene prestar mucha atención. Pero se aprende a realizar ciertos ejercicios que, con la práctica, acaban proporcionando al lector nuevas perspectivas.

El ejercicio principal consiste en comprender lo que dice determinado autor y, a la vez, lo que no dice. Es decir, el buen lector confecciona mentalmente una pequeña lista con los datos y argumentos que, por pertinencia, el escritor podría haber incluido en su texto y, sin embargo, omite. Así, párrafo a párrafo, el lector confecciona dos textos paralelos: el que está y el que no está. Aseguro que la experiencia es fascinante y aleccionadora.

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En estos tiempos en que la comprensión lectora decae, en que cuesta captar la ironía, en que se requieren emoticonos para hacer explícitos mensajes de absoluta sencillez, vale la pena recurrir a un maestro de la lectura como Strauss. Porque la lectura es un arte tan elevado como la escritura.