Quien escribe mal no piensa bien
Con independencia de la rectificación de última hora del Govern, la dimisión del sistema educativo con las faltas de ortografía dice muchas cosas de nosotros, y ninguna buena. La primera es la espectacular bajada de la exigencia académica, que es la extensión escolar de tener entre algodones a los niños por parte de los padres, y la incapacidad para encontrar el punto medio entre el bienestar emocional de los alumnos y el esfuerzo que tienen que hacer para aprender. Los niños pequeños están ávidos de aprender y verán normal el nivel de dominio de la ortografía que los adultos consideramos normal.
Dice también de la poca importancia que damos a las lenguas, a pesar de las horas que se destinan a ello en los planes de estudios. ¿Cómo queremos que los estudiantes salgan con un buen inglés de la escuela si salen con un mal catalán o castellano? El desprecio por la ortografía equivale a decirles que las lenguas no son tan importantes, como si nos diera vergüenza exigir una expresión correcta, sobre todo en catalán, que es la lengua vehicular de la educación. Y, de hecho, las faltas de ortografía son la punta del iceberg de un problema más grave, que es el bajo nivel que tenemos en expresión oral y escrita, que a su vez es la expresión de un problema aún más grave, que es que quien escribe mal no piensa bien.
En esta discusión siempre está el avispado que mira el dedo en vez de la luna y que dice que pronto dejaremos de escribir a mano, de manera que con el sencillo gesto de pasar el corrector por el texto se habrán terminado nuestras faltas de ortografía. Según este criterio, dejemos que las calculadoras hagan las sumas, las restas, las multiplicaciones y las divisiones, o que la IA se encargue de los trabajos de la asignatura de historia.