Esperanza
Tan pocos años de vida y la niña ya es capaz de mirarlo con este desafío que habla de carencias: puntualidad, pensión mínima, llamadas telefónicas, ternura. Este fin de semana le toca a él tenerla. Lo ha ido a buscar con la misma angustia en el estómago de todos los viernes que lo hace y, a raíz de las miradas acusadoras que le han dedicado algunas madres, las caras pintadas de los niños y el desmadre del ambiente, ha hecho ver que estaba atento, a la fiesta de fin de curso y a todo. Se deja arrastrar por la masa que grita y un dado de espuma enorme que los asistentes se van pasando de mano en mano. Sin quererlo, queda sentado en medio del salón de actos entre padres exaltados que critican duramente el regalo que se ha decidido este año para la profesora.
Le sube un eructo agrio, mezcla de malestar, de no entender nada, del calor y del segundo carajillo que se ha tomado en el bar de la esquina. Tenían el televisor encendido y la pantalla la llenaba un mapa peninsular rojo como un tomate. En Toledo habían superado los cuarenta y dos grados. En el pie de la imagen corrían titulares apocalípticos de guerras y faltas de suministros, los precios de la luz y el gas al límite, incendios por todas partes. Era mejor no mirarlo para ahorrarse pedir las pastillas una vez más. En la última visita, la psiquiatra le ordenó que moderara el consumo. Por dentro de él la maldijo. “El mundo se va a la mierda. No hay que moderar nada”. Ella se limitó a hacer que no con la cabeza y a continuación le extendió la receta. Llevaba la seguridad sobre los hombros y aquel bronceado en la piel que hablaba de cosas que él no había poseído nunca y que ya nunca poseería.
Apagan las luces ahora y el público aplaude. Aparecen sobre el escenario las criaturas con caminares distraídos, las extremidades todavía gordinflonas, la timidez de algunos y el desplante de otros. La profesora los coloca hacia aquí y hacia allí hasta formar filas movedizas. Pide silencio. Él va copiando los gestos de todo el mundo, las reacciones. Si ríen, entonces él ríe. Nota las facciones paralizadas. La alegría como un músculo endurecido. Es entonces que la ve, a su niña, con aquella severidad en la mirada. Ella lo registra desde allí de pie. Siente un escalofrío. Es todo el resentimiento que le llega de aquel ser delicado, de cabello rizado y orejas pequeñas. Y cantan. Y ella canta. Y aplauden. Y ella aplaude, pero sagaz, no lo deja de analizar ni un solo segundo. Lo sorprende que, con tan poca vida, ella pueda haber aprendido el recelo y la alerta. Él le sonríe sincero y la niña pone los ojos en blanco, mientras corea con el resto de la clase: “Invierno o verano, contigo me siento vivo, verano o invierno, juntos nos entenderemos”. Piensa que su hija ya domina la capacidad de decir una cosa y pensar otra que tanto la hará sufrir de adulta. Se lo querría confesar de una manera apacible, que la quiere, y que la quiere feliz, preguntarle si todavía tiene cosquillas en la axila derecha. Pero con las últimas notas de piano el momento pasa y él se deshincha. Le vienen a la cabeza el fracaso, las deudas, el hígado. Cogida del mismo momento voladizo, ella todavía lo mira.
Marta Orriols es escritora, ganadora del Premio Òmnium a la mejor novela en lengua catalana del año 2018 por 'Aprendre a parlar amb les plantes' (Periscopi). Su última novela se titula 'Dolça introducció al caos' (Periscopi).