Netanyahu en una imagen reciente en Jerusalén.
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Escribo en medio del despiadado agosto del gobierno israelí de Netanyahu, que culmina con el anuncio de la invasión de Gaza y de un nuevo plan colonial en Cisjordania. Con estas acciones –no lo olvidemos, avaladas por un ejecutivo democráticamente proclamado–, el liderazgo israelí combate el creciente consenso sobre la solución de los dos estados para poner fin a la guerra y al conflicto en la tierra palestina. Podría escribir lleno de indignación, pero lo hago iluminado por dos textos sobre la cuestión judía que he reencontrado este verano, escritos hace casi un siglo por voces europeas.

Corría el año 1939, en pleno régimen nazi, cuando Max Horkheimer, filósofo y director del Instituto para la Investigación Social que daría nombre a la famosa Escuela de Frankfurt, escribió un texto fundamental para la condición moral de nuestro continente, Europa. Los judíos y Europa fue publicado en la revista Zeitschrift für Sozialforschung en el peor momento de un siglo, el XX, lleno de progresos técnicos, pero humanamente catastrófico, pero vivió en el olvido hasta que fue reimpreso en otros idiomas en 1980 y popularizado en toda Europa cuando el conflicto palestino se vislumbraba.

Horkheimer, judío como los otros miembros fundadores de aquella escuela que incluía figuras como Theodor Adorno, Herbert Marcuse, Erich Fromm, Leo Löwenthal o el malogrado Walter Benjamin, inauguraba con ese texto una filosofía transformadora y práctica, que analizaba y al mismo tiempo llamaba a la acción. Sería la huella de la Escuela de Frankfurt, defensora de una sociedad justa, libre y democrática, con grandes aportaciones filosóficas del siglo XX como Dialéctica de la Ilustración, escrita a cuatro manos por Adorno y Horkheimer, el pensamiento mesiánico de Benjamin u obras revolucionarias como Razón y revolución, Eros y civilización, de Marcuse, y El miedo a la libertad de Fromm.

En el texto, el filósofo hace una firme defensa de la sociedad judía alemana y denuncia su persecución por parte del régimen nazi, más por causas económicas que étnicas o religiosas. El autor argumenta, con una frase para la historia —"el nuevo antisemitismo es el emisario del orden totalitario en el que ha desembocado el orden liberal"—, que el nazismo y su odio a los judíos era una reacción autoritaria y antiliberal, en plena crisis política y económica de la República de Weimar, contra la posición próspera de una comunidad dedicada a la banca y el comercio: los judíos.

Hoy, la historia se invierte. Se confunde injustamente con antisemitismo la denuncia que muchos han hecho y hacemos de la barbarie y la violación de los derechos humanos que el civilizado Israel ejerce contra un pueblo al que ha acusado durante décadas de bárbaro. Y hoy, 85 años después de Los judíos y Europa, me pregunto qué dirían aquellos pensadores judíos, algunos liberales y otros comunistas, pero todos antifascistas, sobre la acción genocida de un gobierno (el de Netanyahu) que condena a un pueblo a la miseria y a la desaparición (Palestina),y al otro, al rechazo internacional (Israel).

Aquellos pensadores perseguidos defendieron la superioridad de la libertad y de la dignidad humanas socavadas por el gran régimen deshumanizador del siglo XX, el régimen de Hitler. Hoy, en el siglo de las tecnologías, el XXI, la acción deshumanizadora la ejecuta el régimen de Netanyahu, y lo hace con diferentes herramientas, pero con las mismas técnicas animalizadoras con las que el supremacismo ario nazi trató al pueblo judío. La antigua víctima –el pueblo de Israel– arrastra hacia la culpa a Occidente, que es quien hizo posible su anhelo histórico de convertirse en estado.

Con la deriva extremista de su gobierno, pero también por la necesidad de no ser imputado, Netanyahu comete en nombre de Israel múltiples delitos que rasgan los valores ilustrados de Occidente: (1) mata de hambre a un pueblo entero, (2) asalta una tierra con técnicas coloniales y (3) aniquila a periodistas y activistas menores de edad para hacer inenarrable la verdad que las voces comprometidas ponen a disposición de la historia. Lo hace con la eficiencia quirúrgica solo al alcance del ejército más avanzado tecnológicamente. Con solo media docena de muertos —periodistas de Al Jazeera y activistas populares— se asegura el silencio colectivo y extiende el pánico al que se atreva a insistir en la insobornable radicalidad de los hechos.

Todo ello representa la gran paradoja civilizatoria de nuestro tiempo: somos hijos de la Ilustración que reclamaba la dignidad del ser humano por encima de regímenes autoritarios e injusticias premodernas, pero avalamos una etnocracia —la judía— que ha extendido su condición de enemigo hasta los cristianos que durante siglos los maltrataron tanto o más que los musulmanes a los que ahora atacan en Gaza y Cisjordania.

Releer Sobre Palestina, de Hannah Arendt, es aún más devastador. De la pensadora alemana exiliada en Estados Unidos en 1941 recordamos el informe sobre los juicios a los nazis, el memorable Eichmann en Jerusalén: Un informe sobre la banalidad del mal. Menos conocidos son sus textos de 1944 sobre la cuestión palestina escritos a raíz del proyecto del sionismo de fundar un estado propio en territorio palestino. Arendt, que de entrada apoyaba la iniciativa, advertía en sus textos de que había que proteger a los refugiados palestinos y asegurar la convivencia entre los dos pueblos antes de establecerse en una tierra ya habitada. Sus recomendaciones se convierten hoy en crueles premoniciones sobre la deriva autoritaria del conflicto por parte de Israel.

Hay que decirlo claro. El escenario actual es una decisión histórica, que ha puesto piedras en el camino durante décadas –con excepciones como los períodos de gobierno de Yitzhak Rabin o Ehud Barak–. Se opta por un camino radical ante el "trilema sionista" con el que la sociedad israelí convive desde su fundación: ser un estado nación de confesión judía, definirse como una democracia plena, y a la vez ejercer el autoritarismo belicista. La historia juzgará como es debido la decisión final, porque está hecha por un solo hombre en nombre de un pueblo entero y entierra de facto la voluntad democrática original. Denunciando a los culpables nos aseguramos de no hacer pagar a justos por pecadores.

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