El extremismo en nuestra casa
Escribo este artículo desde la experiencia, pero también desde una preocupación que va mucho más allá de Afganistán. Con demasiada frecuencia hablamos del extremismo como si fuera un problema lejano, propio de otros países, culturas o religiones. Pero el extremismo no tiene una sola cara ni una sola bandera. Por donde se pierde el equilibrio, aparece.
Durante años, en Afganistán, y bajo el nombre aparentemente neutro de "cultura islámica", en las universidades se han impartido contenidos que no fomentan el pensamiento crítico ni el diálogo, sino una visión del mundo rígida, excluyente y deshumanizadora. Una visión que rechaza la democracia, la libertad de expresión, los derechos humanos y la diversidad de pensamiento, y que convierte a la religión en una herramienta de control político y social.
Sin embargo, sería un error pensar que este fenómeno es exclusivo de Afganistán o del islam. Hoy, en Europa y en todo el mundo, vemos cómo diferentes ideologías —religiosas, políticas e incluso ideas presentadas como "defensa de los valores"— están derivando también hacia formas de adoctrinamiento. Los discursos y símbolos cambian, pero el mecanismo es el mismo: imponer una única verdad, desacreditar a quien piensa diferente y dividir a la sociedad entre "buenos" y "malos".
El extremismo no comienza con la violencia. Empieza cuando la educación deja de enseñar a pensar y empieza a decir qué pensar. Cuando desaparecen los matices. Cuando se pierde la capacidad de escuchar. Cuando la identidad se convierte en trinchera y no en espacio de encuentro.
En Afganistán, este adoctrinamiento ha tenido consecuencias devastadoras, especialmente para las mujeres. Se les ha negado el derecho a estudiar, a trabajar y decidir sobre sus propias vidas, presentándolas como seres inferiores e incapaces por naturaleza. Sin embargo, el problema de fondo no es sólo la opresión de las mujeres: es la negación de la humanidad del otro. Y esa negación puede darse en cualquier contexto. También en sociedades que se consideran democráticas. También cuando, en aras de determinados valores, se justifica el odio, la exclusión y la deshumanización de colectivos enteros. Cuando los derechos humanos se utilizan sin humanidad, o cuando la religión se utiliza sin compasión, ambos pierden su profundo sentido.
La historia nos ha enseñado que ir a los extremos nunca ha traído paz. La paz nace del equilibrio, del reconocimiento de la dignidad humana. De una educación que no adoctrina, sino que forma a personas libres, responsables y capaces de convivir con la diferencia. La educación debería servir para acercarnos, no para separarnos. Por mejorar las condiciones de vida, no por crear muros mentales. Por sembrar empatía, solidaridad y justicia social, no miedo ni odio. No se trata de elegir entre religión y derechos humanos, entre tradición y modernidad. Se trata de encontrar un punto de equilibrio donde la fe, la cultura, los valores y la razón caminen juntos al servicio de la humanidad.
Como activista por la paz, creo profundamente que cualquier ideología que pierde los límites y el equilibrio acaba dañando a las personas y rompiendo la convivencia. Y creo también que tenemos una responsabilidad colectiva: defender una educación con valores humanos porque sólo así podremos construir sociedades más justas, más libres y verdaderamente en paz.