Fascinados por los rituales de la Iglesia
Con el cónclave todo el mundo ha hablado de la aureola contracultural del secreto en una sociedad cansada de transparencia y de la fascinación por la liturgia en un mundo sin rituales. Esto está muy bien, pero yo diría que se está discutiendo de una forma bastante pobre, dando por hecha una lógica del capricho según la cual deseamos lo que no tenemos simplemente para que romanticemos el pasado. Pero ¿qué pasaría si detrás de todo esto que nos llama de la Iglesia católica hubiera respuestas para preguntas importantes, seamos o no seamos religiosos?
La primera idea es que los rituales de la Iglesia hacen visible el núcleo político que nuestras democracias liberales nos esconden detrás de una cortina de racionalidad científica y económica. Aquí hay que entender político en el sentido que le dio el controvertido jurista alemán Carl Schmitt, uno de los pensadores del siglo XX que más gasolina están dando a los anhelos postliberales del siglo XXI. La gran intuición de Schmitt es que "todos nuestros conceptos políticos son, en realidad, conceptos teológicos secularizados". Esto significa que, detrás de cada decisión que los políticos nos presentan como fruto de una deliberación técnica, siempre hay una apuesta por unos valores y una identidad que no se puede limitar al cálculo de intereses neutral y objetivo. Para Schmitt, la política se entiende mejor si nos fijamos más en cómo funciona en los momentos de crisis que en el día a día. ¿Quién decide si la independencia la votan los catalanes o todos los españoles? ¿Qué tenía de racional decir que los bancos eran "demasiado grandes para caer" en el 2008? ¿Cómo se determina a partir de cuántos pisos consideramos a alguien un "gran tenedor"? Para comprender a los presidentes de gobierno y los jueces habría que conocer la doctrina de la infalibilidad papal.
En cambio, tal y como argumenta en Catolicismo romano y forma política, la Iglesia católica retiene su autoridad simbólica porque nos muestra a cara descubierta cómo funciona el mundo. A través de los rituales, la jerarquía y la claridad doctrinal, el catolicismo se manifiesta en estructuras visibles y reconocibles que nos recuerdan la naturaleza política detrás de las decisiones que se toman. Schmitt, que odiaba todo lo que huela a liberal, reclamaba un regreso a las jerarquías antiguas que hace mal casar con nuestros ideales ilustrados. Pero hace muchos años que muchos pensadores reclaman una versión emancipadora de la crítica de Schmitt al economicismo despolitizador. Es justamente porque el poder económico intenta hacerse invisible que los ciudadanos aceptemos ciertas decisiones de los Parlamentos como una fatalidad tecnocrática y no reclamemos alternativas. Cuando vemos las formas públicas de la Iglesia católica sentimos que los poderes seculares podrían dirigirse a nosotros como ciudadanos que deben tomar decisiones éticas en vez de simples consumidores.
Y eso nos lleva al atractivo del secreto que hemos visto en el cónclave. Aquí hay dos ideas: una política y otra social o, si se quiere, existencial. Desde el punto de vista político, el cónclave nos confronta con la verdad incómoda de que el escrutinio público sobre ciertos procesos políticos puede comprometerlos. Si el poder está obligado a revelar sus estrategias a largo plazo, puede ocurrir que aquellos contra quienes van dirigidas se adapten a ellos y se fugan. En un tiempo en el que no confiamos en los representantes públicos, la fiscalización burocrática puede llevar a rigideces y absurdidades en aras de una transparencia tan mal entendida que puede acabar perjudicando a los gobernados. Hay un conflicto irresoluble entre la confianza y la rendición de cuentas inmediata, y el cónclave nos hace imaginar cómo sería un sistema político con más espacios de confianza.
Por último, el otro magnetismo del secreto sale de la posibilidad de escapar de la vigilancia algorítmica. Internet ha ahogado el margen de libertad de la subjetividad. El sueño de la modernidad era que no debemos ser prisioneros de una identidad, que nuestro pasado no nos determina, sino que podemos cambiarnos a nosotros mismos. Pero con el entramado tecnológico actual, cada cosa que hemos dicho, cada trabajo, cada imagen, cada compra, todo queda registrado de una forma que da un poder excesivo a la sociedad para encasillarnos, especialmente en épocas de formación tan importantes como la adolescencia y la primera juventud, en la que todo el mundo es hipersocial. Contra esta camisa de fuerza identitaria, el trabajo creativo o el espiritual, que son una y la misma cosa, siempre han pedido poder resguardarse de la exposición constante en un espacio protegido (el taller, la celda, la habitación propia, la escapada al extranjero), para poder volver transformados. Viendo aquellos cardenales recluidos, envidiamos el tremendo poder que da la capacidad de ocultarse durante un tiempo de la mirada de los demás. Algo que, por cierto, algunos pudimos experimentar durante unas horas el día del apagón.