El feminismo como ideología oficial

Lo hemos vuelto a hacer. A pesar del crecimiento de la extrema derecha y sus discursos antifeministas y de sus propias divisiones internas: el feminismo todavía es capaz de sacar cientos de miles de personas a la calle. Esto significa que aún conecta con un sentido social mayoritario que moviliza y lo hace más allá de momentos puntuales. Pero esta fuerza no está exenta de peligros si se apuesta por un feminismo que sirva para transformar la sociedad y no para apuntalar el statu quo. El primero al que se enfrenta es el de su institucionalización: el de su conversión en ideología de gobierno.

Se habla mucho de la división del feminismo, pero su principal fractura hoy no es en torno a la cuestión de la prostitución o de los derechos trans, sino aquella que separa a un feminismo del poder –que sirve como herramienta de gobierno– y a uno de base o autónomo –que quiere impugnar un sistema basado en la desigualdad social–. El primero, ya sea liberal o socialdemócrata, puede ser utilizado como vía de ascenso social para unas pocas o de legitimación de un gobierno y sus políticas “progresistas”. En los 80, tras la Transición, ya se produjo un primer proceso de institucionalización. Hoy quizás estamos asistiendo a un intento parecido: la conversión de la energía social movilizada por el feminismo autónomo en legitimidad gubernamental. ¿Pero quién se erige en traductora de las demandas del movimiento en políticas públicas?

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Muchos de los debates actuales están mediados por estas cuestiones. Primero por la rivalidad por hacerse con el capital político del feminismo. Así, los debates en torno a la ley trans se pueden entender como una competición que se traduce en la guerra lanzada por el PSOE contra Podemos. Por una parte, un feminismo ilustrado de la órbita socialista que quiere erigirse en vigilante de las fronteras del sexo: quien puede definir qué es una mujer podrá convertirse en portavoz institucional de sus demandas. En el feminismo de base, que hace bandera de la diversidad de su composición, hay menos debate, ya que hay personas trans que forman parte de las luchas desde los 90. Aunque tanto esta guerra como la de la prostitución también se han lanzado para romper las asambleas del 8M –cuyas demandas les resultan demasiado radicales- y descomponer parte de la fuerza del movimiento con el objetivo de tener un feminismo más “manejable” para el poder.

Con la cuestión de la prostitución, sin embargo, ambos partidos parecen competir en abolicionismo quizás porque han leído que pocas cosas hay que consigan activar más pánicos morales en el feminismo hoy que el hecho de cobrar por sexo. Estos partidos han pactado sacar una ley de trata que contendrá artículos que criminalizan el trabajo sexual, incluidos elementos que el propio PSOE sacó del código penal con anterioridad. Aquí buscan el segmento del feminismo que se centra casi exclusivamente en esta cuestión, que no es muy numeroso, pero sí muy activo –las convocantes de las manifestaciones alternativas–. En Catalunya o País Vasco en cambio la lógica institucional es otra y en este tema acompaña mejor al feminismo autónomo. Este, aunque sea diverso, siempre ha partido del consenso mínimo de oponerse a las medidas que criminalicen el trabajo sexual y que empeoren la vida de las prostitutas. Hoy tiene que enfrentar las tensiones que la fuerza de esta guerra cultural está imponiendo en muchas de las asambleas.

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El feminismo institucional se mueve mejor en las cuestiones sexuales. Si el eje que explica la desigualdad de género es el sexual, todas estamos oprimidas por igual, mientras que, si se le da centralidad a la división sexual del trabajo, quizás hay que empezar a reconocer las diferencias entre nosotras. No somos todas iguales. Hacerse con el capital político del feminismo se vuelve así más resbaloso cuando su contenido se une a cuestiones materiales y redistributivas como pretende el movimiento de base. Desde ese feminismo nos llegan demandas que son ignoradas o arrinconadas por los partidos “feministas” de gobierno, como las sindicales –las trabajadoras domésticas que no tienen sus derechos equiparados a los de cualquier trabajador o los de las Kellys, descontentas con la reforma laboral, entre otras, muchas relacionadas con el sector de cuidados–. También se omiten las que tienen que ver con la desprotección en la que quedan las migrantes sin papeles o las que están sujetas a las restricciones que les impone la Ley de Extranjería. El feminismo como ideología de gobierno tiene muchas dificultades para asumir estas demandas.