El feminismo no cierra fronteras
“En una Catalunya islámica habría violaciones en grupo, mutilaciones genitales, matrimonios forzados”. La frase es de Sílvia Orriols, pero podría ser de cualquier otro líder de la derecha radical europea. Representar al Islam como fundamentalista y retrógrado –como el gran "otro" de la identidad europea– es una de las principales líneas discursivas que comparten estas formaciones. Para construir esta imagen se instrumentalizan los derechos de las mujeres y las preocupaciones feministas, una estrategia que Sara Farris llama "feminacionalismo". Marine Le Pen en Francia, Alice Weidel en Alemania o Giorgia Meloni en Italia han perfeccionado esta técnica en búsqueda de mayor voto femenino y de hacer coincidir su racismo con consensos sociales igualitaristas –una vaporosa defensa de las mujeres o de las personas LGTBIQ que luego no se verifica en otras votaciones parlamentarias.
Como es evidente, estos partidos no están preocupados por la violencia machista –niegan, por ejemplo, su carácter estructural y que se produce mayoritariamente en el ámbito doméstico–, sino que la convierten en un síntoma más de la "invasión cultural" que estaríamos viviendo. Aliança Catalana prohíbe el burkini en las piscinas de Ripoll, propone vetar el velo en las escuelas porque lo considera una "forma de violencia machista", o difunde datos sobre violadores encarcelados en Catalunya enfatizando su origen extranjero, no para defender a las mujeres sino para señalar a los musulmanes como amenaza cultural. “Donde los musulmanes son mayoría, se acaba la civilización y empieza la barbarie”, dice Orriols, que coincide aquí con Vox.
De manera que el machismo sería algo propio de otras culturas, mientras que la nuestra lo habría superado ya, y habría alcanzado así un supuesto estadio civilizatorio superior; nada tan alejado de los marcos ideológicos que legitimaron en el pasado la colonización. Uno de estos marcos, el de los extranjeros como amenaza sexual, resurge cuando se representa a los migrantes como violadores o se dice que son los principales perpetradores de las violaciones grupales. Este discurso es útil además para prender pánicos securitarios: “Queremos un Estado en el que las mujeres puedan salir de noche sin sprays antiviolación”, decía unos de los lemas de campaña de Aliança Catalana. Esta política está destinada a alimentar el miedo que legitima la exclusión y explotación de los migrantes y que convierte cualquier cuestión social en un conflicto cultural. El problema de la vivienda, o de las dificultades para reproducir un estado del bienestar expansivo, se solucionarían entonces cerrando las fronteras, excluyendo a los migrantes o “expulsando a extranjeros delincuentes”. ¿Acaso eso no sucede ya? La guerra cultural securitaria está en marcha, y una parte de las clases medias asustadas y frustradas por el fracaso del Procés están abrazándola. Una parte que parece estar creciendo.
El pánico securitario se vincula fácilmente al pánico identitario, donde lo catalán se construye a través de una visión apocalíptica anclada en los discursos sobre la sustitución poblacional y la idea de peligro inminente –para el idioma y nuestra identidad–. Se ha roto el tabú de la inmigración en el espacio político independentista donde en el pasado ciclo se reivindicaba más bien una Catalunya "de acogida". Aunque no debería sorprender del todo: cuando se construye una nación, siempre se define una frontera de pertenencia, lista para ser profundizada en la primera crisis. Hoy sobre todo esa frontera se traza contra los musulmanes, que se consideran, a su vez, un arma española de disolución de la nación catalana.
Pero estas narrativas no surgen solo del independentismo frustrado, sino que se replican por toda la geografía del Estado español –en Vox, Alvise y en los recientes escarceos del PP–. Las consecuencias son tangibles porque es un discurso que está calando –o quizás que conecta con miedos ya existentes— y desemboca en violencia: ataques a centros de menores migrantes y agresiones racistas que se están extendiendo como un líquido inflamable.
El feminismo se juega aquí algo fundamental. Tras años de construir con tenacidad una conciencia colectiva frente a la violencia machista, no puede permitir que se convierta en instrumento de control fronterizo ni que sirva para justificar nuevas formas de exclusión. La violencia sexista se alimenta también de las mismas estructuras que sostienen el racismo, la pobreza y la explotación. Desmantelarlas exige rechazar los falsos relatos de protección y seguridad que solo perpetúan la desigualdad. No en nuestro nombre.