La guerra en Gaza continúa, solo cambia el nombre
Cada nuevo titular confirma lo evidente: Gaza no vive un alto el fuego, sino una pausa administrada de la violencia. El martes de esta semana Israel volvió a bombardear la Franja alegando que Hamas había violado la tregua. En esa secuencia ya conocida –acusación, represalia, silencio– se condensa la naturaleza de esta fase: una guerra intermitente convertida en rutina, donde la ocupación se gestiona como si fuera meteorología.
El lenguaje del "cese de hostilidades" cumple una función política: disfraza la continuidad del genocidio con tecnicismos diplomáticos. Israel mata y culpa al enemigo de obligarle a hacerlo; los gobiernos occidentales lamentan "la escalada" sin nombrar al agresor; muchos medios repiten la narrativa de la "violación de la tregua", como si existiera una simetría entre colonizador y colonizado.
En Gaza, la vida sigue bajo fuego. Desde que se anunció el alto el fuego, los ataques no se han detenido: decenas de personas asesinadas, miles sin acceso a comida ni medicinas, y un territorio donde cada desplazamiento puede ser el último. El hambre y la asfixia se usan como herramientas de control, mientras la comunidad internacional habla de reconstrucción y transición.
Esa transición, no obstante, no busca cerrar la guerra, sino institucionalizarla. Bajo el discurso de la estabilidad regional, se diseña una nueva arquitectura de dominación. Se eliminan actores políticos incómodos, se reconfiguran las alianzas árabes e israelíes, y se promete gobernabilidad a cambio de sumisión. La Autoridad Palestina se presenta como el rostro moderado de ese nuevo orden, invitada a reformarse bajo la tutela de tecnócratas internacionales. En realidad, se le ofrece participar en la administración del cautiverio.
Los gobiernos de la región que hace un año denunciaban la masacre (aunque sin acciones de peso para pararla) hoy contribuyen a su gestión. Al igual que Occidente, financiarán la "reconstrucción" –en la que muchos se harán de oro– sin exigir responsabilidades. Prefieren hablar de "gobernanza" que de justicia. La complicidad se disfraza de pragmatismo.
La narrativa del alto el fuego es el instrumento perfecto para esa coartada: convierte cada crimen en una excepción y cada excepción en rutina. La limpieza étnica deja de ser un estado extraordinario para convertirse en un modelo de gobierno. Israel destruye, impone las condiciones de la tregua, acusa de romperla y vuelve a destruir. El ciclo se repite hasta que el mundo lo percibe como normalidad.
Pero bajo los escombros sigue habiendo una sociedad que no se rinde. Las madres que siguen buscando a sus hijos entre ruinas, los médicos que operan sin luz, los jóvenes que documentan cada crimen, pero también aquellos que deciden casarse y celebrar otros acontecimientos… Todos ellos sostienen una política de la existencia. No esperan a la comunidad internacional porque saben que el lenguaje de la "paz" se ha vuelto una trampa aunque implique alivio momentáneo.
La verdadera reconstrucción no comenzará con conferencias ni fondos, sino con justicia. Mientras los responsables sigan impunes, toda "transición" será una continuación del crimen por otros medios. Europa debería entenderlo: no hay neutralidad posible cuando un genocidio se ejecuta a plena luz y se llama "tregua".
Gaza no vive una posguerra ni tampoco lo hará en unos meses. Vive la sofisticación de la guerra. Han cambiado el vocabulario y los gestores, pero la violencia sigue intacta. La tarea es no permitir que esa sofisticación se convierta en consenso. Porque cada vez que aceptamos un nuevo bombardeo como una simple "respuesta", también participamos en la obra final del genocidio: hacer que parezca razonable.