Sí, a todos los hombres
Igual me da cómo seas. Alto, gordo, delgado, bajo, con gafas o sin ellas, con el pelo corto, largo o calvo. Puedes hablar cinco idiomas y haberte sacado cuatro másteres o puedes haber dejado los estudios. Te puedes vestir con chándal o puedes ir encorbatado. Con camisa, camiseta o lentejuelas. No me interesa saber cuántos años tienes ni cuántos móviles te caben en una sola mano. Tampoco quiero conocer el último libro que has leído ni la última droga que has probado. Si has ido a misa o a rezar al campo. No me impresiona que seas padre, abuelo, hijo, hermano, nieto, soltero, casado o amante. Te hablo a ti, que no eres como los demás y eres como todos. Quiero que me escuches. Y esto, seas como seas, te resulta muy difícil. Porque llevo siglos chillándote y si no eres de los que me ha tapado la boca, eres de los que se ha tapado las orejas. Puede ser que hayas hecho las dos cosas. Los siglos nos han dado muchos ejemplos. La resistencia también. Por más que nos hayas impuesto el silencio, hemos continuado chillando. Por más que nos hayas impuesto la violencia, hemos continuado viviendo. Por eso ahora no te lo pregunto. Ni te lo pido. Todavía menos te lo suplico. Es más sencillo de lo que te parece. Tú puedes. Escucha. Pon atención. Porque todavía no te he visto tomando parte. No te he oído indignarte por la tasa rosa ni por la brecha salarial. Tampoco me ha parecido que te llevaras las manos a la cabeza cuando un compañero del trabajo me ha tocado el culo. Ni cuando has oído que ocupo mi cargo después de habérsela mamado a un superior. Has reído los chistes que no hacen gracia y has cogido la bandera de la libertad cuando te ha convenido. Mi libertad todavía no la has reivindicado. Y no soy libre. Has reenviado cuerpos que son privados. No me has preguntado ni el nombre. No te has preocupado de conciliar. Has pensado que la calle era tuya y no me dejas andar sin lanzarme lo que tú consideras un halago. Calla, que te estoy hablando. No me digas nada. No te conozco y no soy yo quien me paso los días agrediéndote con una lista de agravios que no se acaban nunca pero que se acabarán. Deja de darme lecciones cuando conduzco con seguridad y cuida el espacio que ocupas en el asiento del autobús, como si vivieras solo en el mundo. Como si el mundo fuera tuyo. El mundo es tuyo, ciertamente, y nos lo has impuesto. La violencia también es tuya. No, no me digas que tú no has pegado nunca a nadie. No me digas que no has matado. No me recuerdes que no has violado. Tú has callado y me has acallado. Tú también. Y eso es violencia. Es hora que te lo diga tu madre, tu mujer, tu hija, tu hermana, tu amiga y todas las mujeres bajo las cuales escondes tu machismo natural. Tú también lo has mamado. Como yo. Pero para mí esto ya no cuela. Como tus excusas, que las he oído centenares de veces. Sé sincero contigo mismo. Con una vez ya vale. Y no me expliques historias. Que yo todavía no te he visto ocupando las calles para manifestar tu rechazo, tu malestar, tu rabia contra esta violencia que nos cae un día tras otro a las mujeres. Las altas, las bajas, las delgadas, las gordas. Las que escriben y las que no saben leer. Las que van con falda corta y las que no se depilan. No pasa nada. Todavía estás aquí. Es por eso que quiero que me escuches. Porque te tengo que decir que esta violencia la podemos parar. Habla con tus compañeros. Con tus hijos. Hablad entre vosotros y convenceos de una vez de que no somos un mundo aparte. La violencia contra las mujeres os afecta si es que todavía nos continuáis considerando seres humanos. Actuad. Porque no somos víctimas. Somos revuelta.