La insostenibilidad de la aviación
Intuyo que no es una tontería imaginar la cara de estupor que en la segunda década del siglo XX debió de provocar la llegada del primer avión de pasajeros al campo de aviación que más tarde se convertiría en el aeropuerto de El Prat. Tras despegar en Toulouse, la gran máquina voladora había prometido hacer parada con la intención de reponer un poco antes de volver a emprender el camino hacia Casablanca. Seguro que muchas personas esperaban con candeletas la llegada del aeroplano días antes de su aterrizaje en nuestra costa. Se afiguraban que el hecho de conseguir que el trayecto llegara a buen puerto era una prueba irrefutable de las maravillas del progreso técnico y, simultáneamente, celebraban que la capacidad de transportar pasajeros por las nubes de un sitio a otro ya no fuera un ensoñación, sino una realidad palpable. La aviación parecía un negocio rentable y, por tanto, debía incrementarse el número de vuelos. En las siguientes décadas se caracterizaron por una serie de ampliaciones del aeródromo que fueron tragando las tierras de alrededor –algunas de ellas de alto valor medioambiental– y escupiendo turistas en la capital y dióxido de carbono en la Tierra. Bruno Latour declara a Habitar la tierra (Arcadia) que “nuestros predecesores no se pararon ni un segundo a preguntarse, como nos ocurre a nosotros con cada decisión que tomamos, si era necesario ocuparse también de la temperatura de la atmósfera. Evidentemente, nos habría preocupado la sequía, la desaparición de los bosques y otras cosas, pero no la atmósfera.” Y es necesario que esta variable, la del calentamiento global, sea tenida en cuenta cuando se discute el futuro del aeropuerto de El Prat, porque nos encontramos en una crisis mundial sin precedentes y debemos comprender la gravedad del asunto. En un momento de seria inestabilidad climática en el que el objetivo debería ser erradicar antes de 2050 la emisión de gases nocivos a la atmósfera para evitar que la subida de temperaturas provoque más desastres irreparables en nuestro planeta, es una locura arriesgarse a realizar inversiones, como la de la ampliación del aeropuerto, que empeoren el problema. Debería apostarse por la disminución constante del número de vuelos acompañada del análisis crítico del abuso que los países más ricos hacemos de los viajes por el aire, porque es insostenible esta superabundancia de movilidad. Guille Larios publica en El aeropuerto que se come el Delta (La Directa) unas cifras desalentadoras: el puerto de Barcelona y el aeropuerto de El Prat “emiten 12,8 millones de toneladas de CO₂ cada año (cuatro veces las emisiones que produce la ciudad de Barcelona)”. Aunque la situación es grave, todavía hay gente que confía en que los nuevos descubrimientos técnicos salvarán el desastre provocado porque permitirán poner en circulación vehículos voladores menos contaminantes que funcionen con hidrógeno para mantener esa devoradora actividad aérea. Esto, sin embargo, es problemático por muchas razones. El llamado hidrógeno verde es un elemento altamente inestable y, además, su producción sólo se consigue con el desperdicio de cantidades ingentes de agua, un recurso cada vez más escaso. Por otra parte, la descarbonización de los aviones no implica necesariamente una reducción de las emisiones de dióxido de carbono a la atmósfera, ya que es difícil creer que el combustible fósil sobrante no sea aprovechado. Para muchos usos, los combustibles fósiles son todavía insustituibles y, para deshacernos de ellos, deberíamos poner en duda los cimientos de nuestra sociedad.
Por otra parte, la plataforma Zeroport, que lucha por el decrecimiento del aeropuerto y del puerto de Barcelona, no sólo evidencia los desastres ecológicos que supone la aviación, sino que también expone los daños que las infraestructuras portuarias han producido a las personas: “pérdida de cosechas (debido a la salinidad en el riego), inversiones para bombear agua dulce y bajada de la calidad de agua potable para el consumo humano”. A toda esta retahíla de calamidades deberíamos añadir la creación de una colectividad que depende en gran medida del sector turístico, un sector que ofrece unas condiciones pésimas de trabajo –horas extras sin pagar, sueldos miserables– y que engendra una proliferación de apartamentos temporales a precios desorbitados que encarecen el alquiler de la ciudadanía.
Recapitulando, considero que es importante remarcar que, si queremos un mañana con óptimas condiciones de habitabilidad, debemos tomar medidas drásticas contra el calentamiento global. La aviación y el turismo masivo son insostenibles y debemos refrenarlos. No podemos hacer el sordo mucho tiempo más.