Ya hace mucho tiempo que los llamados boomeros hemos constatado que las nuevas tecnologías, a las que llegamos tarde y mal, nos van separando sin remedio de las nuevas generaciones. El móvil, las redes sociales, la inteligencia artificial y toda la pesca han cambiado las costumbres, la forma de relacionarse, en definitiva, la forma de vivir.

Estos cambios afectan a la manera de ver el mundo y han venido para quedarse, así que a los boomeros no nos queda más remedio que contemplar esta transformación procurando no dejarnos arrastrar mucho por el papel del abuelo o abuela rumiador.

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Nos cuesta entender que alguien tenga que dejar constancia en imágenes de su felicidad y exponerla a los cuatro vientos. Que ante un acontecimiento trascendental o emocionante, la gente joven prefiera verlo todo a través de la pantalla del móvil que vivir el momento en plenitud. ¿Y qué harán de estos todos estos vídeos?, nos preguntamos. Tampoco acabamos de movernos con comodidad en el mundo de los mensajes escritos, sea en el WhatsApp o en las redes. Hay un montón de códigos que se nos escapan: poner el punto y final a la frase, que para nosotros es una simple norma ortográfica, resulta que se interpreta como una contundencia extrema. Para que la frase se lea con la entonación adecuada, es necesario hacer uso siempre de los signos de exclamación o de los emoticonos.

Y no hace falta decir que los boomeros soportamos estoicamente los comentarios sarcásticos de nuestros hijos, sobrinos o nietos, cuando nos ven escribir en el teclado con el dedo índice en lugar de los pulgares y, por tanto, nuestra respuesta se retrasa notablemente "la madre está escribiendo...".

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No nos queda otro remedio que tomar las bromas con resignación y formular ese pensamiento tan consolador: "verás cuando tengas mi edad". Los jóvenes de hoy no tienen ni idea de los retos a los que les va a tocar enfrentarse cuando se vayan haciendo viejos.

Pero aparte de este anecdotario, hay una cuestión que sí me preocupa y es cómo todos estos cambios han afectado al concepto de intimidad. Podemos aceptar o criticar que los jóvenes exhiban a sus bebés en los escaparates de las redes sociales, pero la cosa cambia cuando su actitud no afecta a su intimidad, oa la de sus hijos, sino la nuestra.

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El otro día estábamos en Girona, en una vermutería pequeña y acogedora que tiene unos grandes ventanales que dan a una plaza. Durante un rato, observé, con cierto grado de incredulidad, cómo una chica grababa con su móvil todo lo que sucedía a su alrededor: el camarero que detrás de la barra preparaba una bandeja con el aperitivo, los clientes que pedían las cervezas, la gente que entraba y salía. Su amigo, mientras tanto, se sentaba en un taburete y entretenía su aburrimiento... con el móvil en la mano.

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De momento, lo que me llamaba la atención era precisamente eso: que la chica, en lugar de conversar y brindar con su amigo, en lugar de disfrutar el momento, le dejara solo para hacer una especie de reportaje de todo lo que les rodeaba. También pensé que quizás estaba incomodando a los camareros del local, que hacían el trabajo mientras la chica los inmortalizaba para subir aquellos vídeos vete a saber dónde.

Pero entonces, la chica se puso a grabarnos a nosotros ya una pareja de amigas que teníamos al lado, o eso parecía. Cuando una de las mujeres se lo recriminó educadamente, la chica la miró con una expresión de estupefacción o de incomprensión. "Estoy grabando el exterior", dijo. Sin embargo, para grabar el exterior, se había acercado tanto a la mesa de las amigas que ellas habían interrumpido la conversación.

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Sin disculparse y sin entender nada, la chica guardó el móvil en el bolsillo y buscó la complicidad de su compañero con la mirada. Pero él, por supuesto, estaba mirando la pantalla con atención.