Invadiendo Noruega en 3, 2, 1...

Alrededor del anuncio del nombre del ganador del premio Nobel de la Paz existe desde ayer una expectación a medio camino entre la que genera The Oscar goes to…" y la del sorteo de la Champions. El responsable de tanto interés es el rey habitual de la fiesta, Donald Trump, que convierte en noticia todo lo que toca: si gana, porque los canteros empezarán a esculpir su rostro en el Mount Rushmore, y si no gana, para ver a qué hora ordena a los marines invadir Noruega.

El acuerdo entre Netanyahu y Hamás ha desatado celebraciones en las calles, en Gaza y en Israel. Es natural. Se acaban las bombas y vuelven los rehenes. Mucho mejor esto que continuar la guerra. Pero todo el mundo sabe que llamarlo paz es una exageración, no solo porque en ambos lados hay yacimientos inagotables de odio, intereses políticos y negocios de armamento, capaces de hacer fracasar cualquier acuerdo, sino porque Israel no podrá aspirar a vivir en paz después de la destrucción y el resentimiento que ha sembrado entre sus vecinos. Y buena parte de esta distopía ha sido posible gracias al apoyo de Trump y a la alianza de hierro entre Estados Unidos e Israel. O sea que esto ha terminado cuando lo ha impuesto el único que podía hacerlo, después de haber suministrado toda la ayuda militar posible.

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Las bases del Nobel de la Paz establecen que el premio es "a la persona que haya trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las naciones (ehem), la abolición o reducción de los ejércitos permanentes y la celebración y promoción de los acuerdos de paz". No dicen nada de premiar a promotores inmobiliarios interesados en levantar una Riviera de vacaciones en una playa llena de muerte y escombros, ni de presidentes que sacan a las tropas a la calle para vigilar a sus propios ciudadanos.