Lo que nos jugamos

Hay una tradición inexorable del “independentismo de verdad” que consiste en acusar de alevosía a los adversarios. Esta tendencia, aparentemente irrefrenable, tiene una larga historia. Ya pocos meses después del 14 de abril, un best-seller político llevaba por título Ha traït Macià? Las acusaciones a Companys solo terminaron cuando murió fusilado. Tarradellas tuvo que escuchar "Fuera Tarradellas, no queremos títeres". Yo mismo he oído los gritos de "Maragall borracho" en la Plaça de Sant Jaume, por no mencionar otros casos.

Ahora ERC es tachada de alevosía por Junts; Junts y ERC lo son por los unilateralistas puros; y estos incluso se anatematizan entre ellos. Los últimos en recibir han sido los de Alhora. "Se presentan como políticos valientes y desligados de ningún interés, tocados por la maravilla de la política patriótica, honesta y con pecho y cojones. ¿Qué bien, verdad?", ha escrito quien, en el 2019, fue número tres de la lista de Jordi Graupera a la alcaldía de Barcelona.

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Esta disputa entre auténticos portadores de la antorcha es bastante pueril, pero esteriliza energías que deberían dedicarse a otras cosas. No deberíamos hacer un drama de ello, si no fuera que a esta mala costumbre del pasado se han sumado otros dos hechos, que apuntan al futuro. El primero es que la anatematización del adversario es adoptada hoy por una fuerza política del mainstream, el legitimismo postconvergente. Es inquietante, pero lo es aún más el segundo hecho: este endurecimiento a ultranza de la política se inserta en un fenómeno de crecimiento de los nacionalpopulismos en todo el mundo, combinado con la revolución de las redes sociales. Es una combinación que permite obtener mayorías políticas, sobre todo cuando se dispone del dinero suficiente. Trump fue uno de los primeros en descubrirlo. Además, esta combinación genera crispación y violencia de una forma muy peligrosa. A Elon Musk le sería imposible –suponiendo que lo quisiera– demostrar que no existe ninguna relación causa-efecto entre las mentiras masivas difundidas en X-Twitter (y sus propios tuits) y las salvajadas racistas de estos días en Reino Unido.

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El uso masivo y sin escrúpulos de las emociones identitarias, potenciado por la manipulación anónima de las redes, se ha convertido en una fabulosa arma de guerra. Con consecuencias nefastas: la vida política se degrada, la sociedad se crispa y divide, las instituciones democráticas se debilitan y pierden legitimidad. En las redes, en los medios, en los Parlamentos, el debate público se vuelve cada vez más salvaje (en Francia usan un término de difícil traducción, el ensauvagement). Las sociedades se polarizan de forma exasperada. Va creciendo el riesgo real (y grave) de ver cómo las democracias se precipitan al abismo. En EEUU y en otros países (el nuestro incluido) se está llegando a un punto en el que los bloques confrontados ya no se reconocen recíprocamente como adversarios legítimos dentro de unas instituciones democráticas comunes, sino que se tratan como enemigos a batir, o a abatir. Cuando se traspasan estos límites, puede ocurrir de todo.

En Catalunya debemos ser conscientes de este fenómeno general. Las cosas, si nos despistamos o nos equivocamos, pueden empeorar mucho. Evitarlo depende en gran parte de nosotros, porque las polarizaciones extremas no son fenómenos naturales, espontáneos e inevitables. Son creadas y estimuladas por quienes calculan obtener beneficios de las confrontaciones radicales y, en consecuencia, las exasperan. La receta es fácil: endurecer el lenguaje y la argumentación; extremar los improperios; manipular en los medios y redes digitales; caricaturizar y demonizar a los adversarios, convirtiéndolos en chivos expiatorios, los culpables de todos los males.

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En esta situación, cada vez es más necesaria la distinción entre "peoradores" y "mejoradores". Los primeros creen que "cuanto peor, mejor". Son –digámoslo claro– quienes en Catalunya preferirían un gobierno de la derecha en Madrid, para "acentuar las contradicciones", hasta la "victoria final". Los "mejoradores", en cambio, creen que las emociones identitarias son un material inflamable que es necesario manejar con precaución y respeto, y que en los asuntos públicos hay que aplicar el precepto hipocrático del primum non nocere, del "primeramente no hacer daño".

Sería terrible que en Catalunya los "peoradores" se sumaran, y mimetizaran, la estrategia de crispación ultra que en España acusa de ilegítimo a un presidente elegido democráticamente. Porque también hay otra tradición histórica del "independentismo de verdad" que debe preocuparnos: la del disparo al pie. Precipitar una crisis en España que abriera paso a un gobierno del PP (quizá con Vox) sería un disparo al pie de sus promotores, pero sería sobre todo una herida gravísima en nuestro autogobierno nacional y en el futuro de Catalunya.

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La polarización extrema de una sociedad es un mal absoluto. Induce al simplismo y la aventura, las posiciones demagógicas, genera mecanismos simultáneos de credulidad y desconfianza, de exaltación y desánimo, lleva a diagnósticos errados, a soluciones ilusorias, a terapias equivocadas. Por eso necesitamos hoy, más que nunca, gente de gobierno que sepa escuchar, que trate de comprender las razones de los demás, más concentrados en las soluciones que en los problemas. Necesitamos más que nunca la buena política, la que da frutos concretos y mejoras consistentes. Solo por eso el nuevo ciclo que comienza con el president Illa merece, como mínimo, un voto inicial de confianza.