Lastra: maternidad y política

Esta semana saltaba en los medios de comunicación la noticia de que Adriana Lastra dimitía de su cargo de vicesecretaria general del PSOE y dejaba sus funciones en la dirección del partido. En un comunicado escrito por ella misma apuntaba que se habían producido cambios importantes en su “vida personal que exigen tranquilidad y reposo”. A sus 43 años, y con un embarazo de riesgo, la dirigente socialista daba un paso al lado en sus responsabilidades orgánicas. El papel de la diputada asturiana ha sido importante en los últimos años en la gobernabilidad española y la vida del partido y, por lo tanto, es lógico que la dimisión generara noticia. Sería razonable que la conversación pública hubiera versado, por ejemplo, sobre las implicaciones y consecuencias de esta dimisión en la reorganización del partido. O en lo que suponía respecto a las transformaciones de la correlación de fuerzas en la dirección socialista. Hasta aquí todo correcto.

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Pero no fue del todo así. Aparte de las muchísimas muestras empáticas de personas amigas, compañeras y adversarias políticas, una idea fuerza se fue posicionando. Cuca Gamarra, portavoz del PP en el Congreso, abría con unas declaraciones en las que deseaba que “todo le vaya muy bien” pero apuntaba que “este no es el camino de la igualdad”. Una idea que era repetida en el ala derecha mediática y tuitera. Pero la polémica no quedaba aquí. De manera importante, una parte de “viejo” feminismo, al que últimamente todo le parece mal, se recreaba en la idea. Apelando a un supuesto feminismo de la igualdad –desde mi punto de vista, demasiado simplificado–, indicaban a Lastra que lo que tenía que hacer es coger una baja (primero de enfermedad, después de maternidad, suponemos) y continuar como si no pasara nada. Como si ser la máxima responsable de la vida orgánica del primer partido del país fuera un trabajo más. Como si la lucha contra el patriarcado se redujera a conseguir el máximo de lugares de poder en los espacios que tradicionalmente se han considerado masculinos.

En este país el foco siempre se pone sobre la mujer. En este caso, el objeto de preocupación son las decisiones personales que toman las políticas. Cuando Inés Arrimadas anunció que volvería al ruedo político solo 12 semanas después de dar a luz se la criticó. Cuando Irene Montero mantuvo su actividad política e institucional hasta el final de su embarazo se la criticó. Cuando Adriana Lastra decide dejar el trabajo orgánico para poder tener un poco de calma se la critica. No he visto a nadie preocupado, por ejemplo, por saber cómo cuidan de sus hijos e hijas (o de personas dependientes) los 198 diputados que ocupan el Congreso. De hecho, no sabemos en gran parte de los casos si tienen hijos o no. Tampoco he visto a nadie preocupado por cuánta baja de paternidad cogen estos diputados ni, mucho menos, para qué la utilizan. Las declaraciones de Rafa Nadal (“No tengo previsto que la paternidad suponga un cambio en mi vida profesional”) representan muy bien al patrón típico del hombre político. Mucho escándalo, porque el tenista lo soltó sin reparos, pero no veo demasiada diferencia con la práctica de muchos.

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Del episodio Lastra podemos extraer un par de constataciones. La primera, muy evidente: la hipocresía y el machismo que atraviesan todavía la conversación pública cuando hablamos de maternidad/paternidad y política profesional. La mirada individual hacia lo que hace o deja de hacer cada mujer política es un despropósito y una falta de respeto. Y además, no lleva a ninguna parte políticamente. Hay que cambiar la perspectiva, dar un giro hacia las curas, tener una mirada más global. Entender que el trabajo reproductivo es importante, y ocupa o tendría que ocupar tiempo y dedicación (de las mujeres, ¡y también de los hombres!), y que, por lo tanto, se tienen que tomar medidas que faciliten la conciliación y la distribución de responsabilidades. Pero a la vez reconocer que no hay un único patrón de construcción de las maternidades/paternidades y que cada cual tiene que poder decidir sobre la propia vida, la autodeterminación como valor. La segunda constatación es que la actividad política es (bastante) incompatible con la vida. Se trata de un trabajo absorbente, intenso, desagradecido y poco valorado. Seguramente siempre ha sido un poco así, pero últimamente se acentúa y se acelera. El mundo se ha hecho más complejo y líquido (en el sentido de Bauman) y los medios de comunicación digitalizados y las redes sociales demandan cada vez de más inmediatez y presencia constante.

Quizás sería todo un poco más fácil si fuéramos capaces, ciudadanía y medios de comunicación, de mirar de manera distinta a los y las políticas. De pasar de la crítica simplista, constante y deshumanizadora (y patriarcal) a una fiscalización más rigurosa centrada en aquellas cuestiones que afectan el buen gobierno.