Lecturas y selectividad: el epílogo de un naufragio
Dedicarse a enseñar es una de las mejores cosas que se pueden hacer en la vida, a pesar de las dificultades, las amarguras y los obstáculos. Enseñar es abrir ventanas, es mostrar a otro las maravillas que existen más allá. Es acompañar, y empujar cuando es necesario, para que llegue más lejos de dónde habría llegado solo. Es ayudar a impugnar los límites ya vencer la desgana y la pereza. Enseñar es también una labor incierta, porque es como esparcir entonces sobre la tierra. Algunas brotarán espléndidas, otras crecerán distintas de cómo pensábamos, otras lo harán mucho más tarde y otras darán un resultado poco apreciable. Es algo, por tanto, que tiene que ver con la esperanza y con cierta fe, y que, como tantas otras cuestiones, depende en buena parte de circunstancias que no controlemos.
Hacer leer y enseñar a leer es, sigue siendo, en el centro, en el muelle, de todo esto. Leer, a diferencia de las imágenes de las pantallas omnipresentes, no nos muestra nada, sino que nos obliga a imaginarlo. Como nos explicó Neil Postman, leer es abstracción, es creatividad, es acceder a dimensiones distintas y fascinantes. Leer es también memoria, y la memoria es buena. Porque no todo en la vida es saber hacer. Sin memoria, sin retener informaciones concretas, no podemos relacionar unas cosas con otras. Nos faltan los mapas que nos permitirán situarnos, adquirir más conocimientos y darles sentido. Trabajar la memoria a veces es agradable y, a veces, sí, requiere esfuerzo y persistencia. En contra de lo que parecen creer algunos, para aprender, para saber cosas, es necesario sacrificio. A veces aprender no es divertido; el saber no te lo regalan. Enseñar también es hacer entender que el esfuerzo de aprender vale la pena.
Leer también es conocernos. La lectura nos dice quienes somos. El canon, lo que es necesario leer con respecto a una determinada tradición, sirve justamente para que entendamos que somos parte de algo mayor que nosotros, de algo rico y que nos explica. Nos descubre que nosotros somos hijos de quienes nos han precedido. El canon, una lista lo más discutible posible, nos muestra, a través de obras excelentes, qué es lo que hay detrás nuestro.
Viene todo esto a cuento de la supresión, impulsada por la conselleria de Educación catalana, de las lecturas obligatorias de cara a la selectividad. Han sido muchos los maestros y profesores, los expertos, los intelectuales y la gente de la cultura, que se han puesto las manos en la cabeza. Que se han indignado y denunciado las consecuencias nefastas de la decisión, así como el mensaje corrosivo que con ella se envía a los jóvenes.
Estoy de acuerdo. Pero a lo que se ha dicho en contra de eliminar toda lectura examinable en las pruebas de acceso a la universidad (PAU) haría un matiz, añadiría una precisión. Suprimir las lecturas no sólo causará efectos negativos. Es que esta decisión es el resultado, el colofón y el epílogo de un proceso que nos ha ido llevando tercamente, año tras año, a un empeoramiento sensible, a una erosión manifiesta, de nuestro sistema de enseñanza pública. Mi percepción es, pues, que, como los resultados de las pruebas PISA, decisiones como la citada son una prueba del fracaso, y no hacen más que evidenciar una actitud resignada, derrotista, ante un problema que hace demasiados años que arrastramos.
Decir a los estudiantes –ya los enseñantes– de escuelas e institutos que no hace falta haber leído ni un solo libro para poder entrar en la universidad es desastroso. Y explica, por ejemplo, por qué hace quince o veinte años para los universitarios un libro grueso –un "ladrillo"– era aquel que superaba las 250 o 300 páginas, mientras que ahora los "ladrillos" ya son los libros de 150. O por qué a los futuros graduados les cuesta tanto entender lo que dice cualquier artículo de opinión. En cuanto a escribir, a escribir correctamente, todo apunta a que pronto se habrá convertido en una rareza, en una habilidad casi exótica.
Los motivos de ese naufragio son variados. El papanatismo tecnofílico, las metodologías modernas y mal aplicadas, el desprecio por la memoria, el vicio de cargar escuelas e institutos con todo tipo de responsabilidades y deberes que no les corresponden, la falta de recursos y personal, la poca preparación y vocación de algunos maestros y profesores, la mala organización de muchos centros, la complicación social en determinados barrios, la fobia en ejercer la autoridad, el vicio de la sobreprotección, etcétera. También, claro y absolutamente clave, el escaso criterio, el talento y la determinación de muchos de los responsables implicados. Que la enseñanza en Cataluña haya llegado al punto dramático, funesto, al que ha llegado debería interpelarnos como país. Y avergonzar a quienes no han sabido o querido corregirlo.