El legado eclesial de Francisco

Tengo un buen amigo, el padre Jordi Fàbregas, que últimamente se había escrito con el papa Francisco. Y en una de las cartas, escritas por él mismo de puño y letra, con su caligrafía pequeña y cuidada, el obispo de Roma lamentaba el carácter todavía tan cerrado de la Iglesia: "Me da rabia cuando me entero de que hay curas aduaneros que no dejan entrar a la gente". Es una observación que, dicha sin recargamientos teológicos, me ha llevado directamente a aquella otra bella imagen del papa Juan XXIII, también más de cura de –y del– pueblo que de teólogo, que decía que la Iglesia debería ser "como una fuente en la plaza del pueblo; que todo el que quiera encuentre agua fresca".

Aunque no es fácil resumir un pensamiento tan rico, radical y a la vez directo como el de Francisco, si tuviera que destacar una idea fundamental sería la de Iglesia abierta a todo el mundo, acogedora sin condiciones. Socialmente comprometida y sin fronteras. Se trata de una perspectiva de Francisco también ha defendido con esa otra magnífica metáfora: la de convertir las iglesias en hospitales de campaña. En el momento de su muerte, me parece especialmente adecuado señalar esta conexión entre Juan XXIII y Francisco, porque a pesar de las distancias sociales y eclesiales en las que vivieron uno y otro, los hace cercanos su carácter desenvuelto y poco previsible, los talantes independientes y confrontados a la estructura vaticana. Y, sobre todo, su concepción de lo que debería ser la Iglesia.

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A los más jóvenes conviene recordarles que Juan XXIII –también de espíritu franciscano y escogido pensando que no haría mucho ruido– convocó el gran Concilio Vaticano II sin encomendarse, si así lo puedo decir, a ningún santo. Lo anunció discretamente, para sorpresa e indignación de la curia vaticana, que ya no logró detenerle. Y Francisco es un cura hecho en y por aquel Concilio. Por eso tantos curas que también vivieron la esperanza conciliar –y la decepción postconciliar– ahora se sentían tan confortados. Francisco me recuerda el mismo espíritu, pero ahora gobernando la Iglesia con la inteligencia y la pillería aprendidas en su formación jesuítica. También con sentido del humor, como demuestra la brillante respuesta que le dio al periodista que le preguntaba cuánta gente trabajaba en el Vaticano: "La mitad", dijo.

En la muerte del papa Francisco, pues, es pertinente preguntarse cuál será la fuerza de su legado, más allá de todo lo que estos días se destaca con acierto. Se comenta, y puede leerse en sus documentos y homilías, su compromiso contra los abusos ambientales, la defensa de los más frágiles –particularmente los inmigrantes–, la denuncia de los traficantes de las guerras y el clamor por la paz. Y también la denuncia de los peligros de la globalización y la cultura digital, o incluso de la abusiva interpretación del derecho a la propiedad privada. Es un pensamiento –no sería adecuado hablar de doctrina– que muestra una notable capacidad para leer de manera lúcida y crítica los choques de nuestro tiempo y que solo puede tener quien los ha vivido.

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La trona desde la que ha tenido que predicar Francisco no ha sido la más propicia para hacerse escuchar con toda la intensidad que merecía. Los tiempos de descrédito institucional que él mismo ha combatido con coraje no le han acompañado. Sin embargo, o quizá por eso mismo, su concepción de Iglesia ha trascendido lo que es su marco estrictamente institucional. Estamos hablando de un club que no da carnets, que no cobra cuotas, que no pasa lista de asistencia y en el que la adhesión es libre y no es necesario que sea total. Para entendernos: no hace falta hacer caso de todo.

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Y es por esa concepción tan abierta que la institución queda en un segundo plano, mientras que el principal es la persona y la comunidad. En la encíclica Fratelli tutti (Hermanos todos), de 2020, Francisco muestra su especial preocupación por el vínculo social: "Si no conseguimos recuperar la pasión compartida por una comunidad de pertenencia y de solidaridad, a la que destinar tiempo, esfuerzo y bienes, la ilusión global que nos engaña caerá ruinosamente y dejará a muchas personas a merced de la náusea y el vacío". Un vínculo que, según Francisco, solo puede nacer del respeto a la diversidad, dentro y fuera de la Iglesia.

Alguien dirá que todo esto son buenas palabras pero que no son hechos, que la institución no ha cambiado tanto. Sin embargo, y en primer lugar, los cambios en la estructura eclesial, para desclericalizarla, han sido más profundos que visibles. Y, en segundo lugar, cabe insistir en que el legado de Francisco es más social que doctrinal; más comprometido con la persona que con la institución. En definitiva, más evangélico que normativo.

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