Liturgia y tradiciones

"¡¿O sea que has visto todo el ceremonial de Roma en televisión?!" Algunos de mis amigos, la mayoría agnósticos y republicanos, alucinan cuando explico que soy una adicta a los ceremoniales y que no me pierdo ni la elección del Papa, ni ninguna boda o funeral real, ni ninguna coronación.

Y el pasado jueves, aunque yo también soy agnóstica y republicana, me pasé horas pegada a la pantalla de televisión, siguiendo el ritual que –ya tengo una edad– ya he visto unas cuantas veces: la gran portalada que se cierra después del "Extra omnes", las fumatas negras y la blanca, el famoso "Habemus papam", el griterío en la plaza de San Pedro, el repicar de campanas, la Guardia Suiza con los trajes de colores llamativos y todo lo demás.

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No me siento parte de la Iglesia católica y, diré más, soy muy crítica con algunas de sus debilidades y de sus anacronismos, y me pregunto por qué, a pesar de ello, sentí una ligera emoción con el repique de las campanas de las iglesias romanas.

La respuesta creo que es la fascinación que siempre han ejercido sobre mí la tradición, la liturgia y los ritos de todo tipo. En este mundo tan cambiante, tan superficial, tan volátil, las tradiciones que se hacen respetar me provocan una extraña sensación de bienestar.

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Las tradiciones me conectan con el pasado –desde la fumata blanca hasta la Navidad o la noche de San Juan– y quizás también me hacen creer que, por un momento, el paso del tiempo se ha detenido milagrosamente. Como dice Woody Allen, la tradición es la ilusión de la permanencia.

Me gusta seguir los rituales que he heredado, aunque sean tan domésticos como poner la mesa en Navidad. Cuando lo hago recuerdo las Navidades de mi infancia, y todas las personas queridas que ya no están. Las servilletas de hilo bordadas por la abuela son mucho más que recortes de ropa.

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Por otro lado, hay pocas cosas que me hagan más feliz que ver nacer una tradición delante de mis ojos. De la forma más impensada, una noche de verano que salimos a ver la puesta de sol y abrimos una botella para brindar estábamos creando la tradición ahora conocida con el equívoco nombre de "brindis al sol". En el menú del día de Navidad –que puede variar de un año al otro– siempre tiene que haber en el aperitivo los dátiles con beicon, porque si no, dicen los más jóvenes de la familia, "no sería Navidad". En la fiesta de fin de vacaciones, con los amigos con los que compartimos veraneo desde hace décadas, siempre tiene que sonar, en un momento dado, una canción determinada –que objetivamente no vale nada– que nos hace levantar los brazos a todos. Y en ese gesto banal está la memoria de todos nuestros veranos y yo vuelvo a tener quince años.

Así que sí: me gusta la pompa vaticana, colorida y solemne, pero para mí tiene un significado muy distinto que para un católico practicante. Me aferro a las tradiciones católicas en las que me educaron con el mismo empeño con el que me mantengo fiel a los libros de papel o que detesto el pan con tomate untado con pincel. Si hay algo que me gusta de la Iglesia católica es su habilidad para escenificar el poder y el peso de la historia, aunque esto seguramente contribuye a perpetuar algunos de sus grandes defectos.

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En esta civilización que se nos deshace en las manos, la liturgia y las tradiciones son un clavo donde agarrarse.