Llueve, que significa 'llueve'

El cielo del 11 de septiembre en Barcelona, ​​no por centralista sino porque es donde vivo y lo que tengo sobre mi cabeza, dibujaba desde mañana el estado de ánimo con el que tanta gente afrontaba una nueva Diada. O Díada, según el gobierno español. Un cielo gris, con ratos de sol; una lluvia intensa, con ratos de llovizna. Los días de las grandes manifestaciones independentistas quedan lejos en el tiempo y la nostalgia se activa con facilidad. En ambos sentidos. Las calles pertenecen a la represión del Estado ya la incapacidad política de unos líderes que tenían a la gente pero no tenían las herramientas. Ganamos unos días valiosos para el recuerdo pero estériles para el presente. Los reproches no hacen avanzar nada, de hecho, rompen las relaciones y dificultan cualquier reconciliación. Los personalismos no llevan nada bueno a un movimiento colectivo que no necesita mártires sino estrategias acertadas. No lo digo como fácil. Ni como si la condición humana nos lanzara constantemente sobre todo tipo de obstáculos. Pero antes tampoco creíamos que fuera sencillo movilizar a dos millones de personas y las personas salieron a mover los cimientos de una estructura política que sigue marcándonos el camino hacia la disolución. Hace tiempo que hay nubes el 11 de septiembre y que los otoños han dejado de ser calientes.

Este artículo lo escribo en catalán. Como toda mi vida laboral, que la he ejercido en catalán. No tiene ningún mérito. El catalán es mi lengua materna. Lo he hablado siempre en casa y he podido utilizarlo en el trabajo, donde la lengua es mi materia prima. No tiene ningún mérito, pero es excepcional. Para la generación que me precedía no fue siempre así, ni mucho menos. Para la generación más joven no sé cómo será. Lo que tenemos ahora no es un buen presagio. Es una nueva presión sobre la lengua, sabiendo que la lengua no es sólo el instrumento que nos sirve para comunicarnos sino que también nos sirve para ser, como cada uno es con su lengua, sin que haya mejores ni peores. Las hay prohibidas y las impuestas. El presidente de la Generalitat, Salvador Illa, anunció que el Govern recurriría la sentencia del TSJC diciendo "No permitiremos que nadie haga uso político de la lengua porque es lo peor que se puede hacer para la convivencia". Suena algo ingenuo, eso que nadie haga uso político de la lengua, porque la lengua es, en sí misma, una herramienta política. Lo hemos visto en todas partes, no sólo en Cataluña, donde, por cierto, la imposición del castellano es también política. Y, por otra parte, teniendo en cuenta que la judicatura también es política, el callejón sin salida es bastante obvio. La convivencia, para muchos de esos jueces, se arregla hablando todos una misma lengua. Y no es el catalán, porque según dicen el catalán "vulnera los derechos del castellano". O sea, por si no se ha entendido y quede claro: la víctima es el castellano. Es como cuando algunos se quejan de que ya no se puede decir nada mientras lo están diciendo o cuando los machistas se quejan de que ya no pueden atar por culpa de las feministas. Y que la sentencia del TSJC se haya conocido el día antes de la Diada es un azar burocrático, por supuesto. Pero nada, ni siquiera la lluvia, ha impedido que se desplegara una bandera con la que se podrían hacer casi una veintena de manteles.

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Y mientras unos cargan contra el catalán para salvar al castellano, otros defienden a los toros matándolos porque "si no existiera la tauromaquia el toro se extinguiría". Y por el momento el castellano no corre peligro, y los toreros tampoco. Así que quizá, para salvar de la muerte al catalán y los toros, deberemos empezar a hacer como ellos y defendernos con argumentos totalmente absurdos.