La luz de la oscuridad

No es nostalgia, lo prometo, pero el apagón general del otro día me llevó al tiempo perdido de la primera infancia, antes de los 8 años. Existe una precisa frontera marcada en la biografía de cualquier emigrante, el punto en el que se produce el traslado y ya toda la memoria se organiza en función de ello, entre el AE, antes de la emigración y lo que vino después. Cuando, como en nuestro caso, lo que dejamos atrás es una sociedad tradicional y rural, el contraste entre las dos realidades convierte este punto en una falla. Siento que puedo viajar en el tiempo porque hablar de la vida antes de los ocho años es hablar de una sociedad preindustrial, precapitalista, pretodo, de hecho. Vicenç Pasqual, un profesor de historia con una extraordinaria capacidad expositiva, apasionado por la materia que explicaba, trataba de hacernos entender la importancia del barbecho y yo podía recordar que en casa hacían esto mismo aunque no sabía cómo llamar a este dejar descansar la tierra en la lengua de mi familia. Todo ese mundo, de hecho, se dio en amazic, el idioma de AE, y me costó, cuando quise trasladarlo a la página escrita, encontrar las correspondencias de cada cosa. Aún ahora me vienen palabras de utensilios o elementos de aquella vida de campesino que no sé exactamente cómo se llaman ni en catalán ni en castellano. Todo ese universo quedó encapsulado en sí mismo articulado por un lenguaje que los hablantes han dejado de utilizar en una sociedad que no lo necesita para nada. Es una manera de ver exactamente cómo se producen los grandes cambios, cómo evolucionamos con las transformaciones que provocan los distintos sistemas económicos. O sea que si alguien nació en un entorno rural y se instala en Europa es prácticamente imposible que no se adapte.

Muchas de las novedades que nos ha traído el progreso industrial y tecnológico nos han cambiado la vida para bien: la naturaleza parece que ha estado definitivamente dominada por la humanidad y ya no la tememos, como les pasaba a los pueblos dichos primitivos, aunque viendo el despliegue que ha traído la muerte del Papa se diría que todavía necesitamos los mitos y la religión. Celebro poder poner lavadoras y no tener que romperme la espalda en el río como hacen todavía algunas de mis tías, escribir cómodamente desde casa, que un aparato lave los platos y pueda liberarme de infinidad de tareas pesadas y poco estimulantes. Pero cuantos más avances hay, más extraños nos sentimos ante su potencial, su omnipresencia. No es lo mismo tener la posibilidad de utilizar un dispositivo para tramitarlo digitalmente casi todo que que nos obliguen a hacerlo por esta vía y quedemos desfasados porque nos vienen a decir que la adaptación continua y constante es un imperativo ciudadano. Como si nosotros también tuviéramos obsolescencia programada y fueran los objetos creados por otros los que decidan cómo vivir. Cuando no puedes hacer las cosas como siempre las has hecho y te amenazan con descatalogarte si no te pones al día, la tecnología se convierte en una amenaza, un poder externo que coarta la libertad individual. El mismo progreso que alivia el trabajo y nos facilita la vida es lo que nos la extrae captando continuamente nuestra atención, atrapados en la pantalla como se atrapan los jugadores en los casinos de Las Vegas. Y las grandes corporaciones, auténticos monopolios todopoderosos, nos imponen su visión del mundo y sus condiciones de uso sin posibilidad alguna de negociación. Somos remensas digitales al servicio de poderosos señores feudales. Quizá por eso que se fuera la luz durante unas horas a algunos nos produjo cierto alivio, como si nos hubiéramos desenchufado de la corriente y pudiéramos andar libres, sin mapas, pero sin que nadie nos diga por dónde tenemos que ir.