MENA: cuatro letras, un discurso de odio
Hace unos 25 años que, alarmados por la aparición de grupos de niños durmiendo por las calles de Barcelona en situación de desamparo, la Fundació Jaume Bofill (que en ese momento dirigía Jordi Sànchez Picanyol) convocó a un grupo de expertos en la masía de Can Bordoi para tratar de comprender el fenómeno de los menores que migraban solos de Marruecos a Europa. La primera publicación que surgió de aquellos trabajos la firmaba el constitucionalista Eliseo Aja, dejando bien claro que el derecho superior de la infancia está por encima de la ley de extranjería y que el Estado tiene el deber y la responsabilidad de amparar a cualquier menor sin tener en cuenta el país de origen.
Rápidamente, la prensa empezó a anonimizar a estos chicos bajo el acrónimo MENA y a asociarlos mecánicamente con la droga y la delincuencia de calle, y surgió la necesidad de visibilizarlos como niños y adolescentes con nombres y apellidos, con itinerarios erráticos, pero muy resilientes. Junto con Violeta Quiroga hicimos entrevistas desde el Rif hasta Tánger para rastrear cómo nacían las ilusiones y cómo se materializaban las expectativas de unas familias rurales hacia sus hijos. Captamos cómo los meses de calle esperando la oportunidad para cruzar el estrecho debajo de un camión en el puerto de Tánger dejaban unas marcas de por vida. Contactamos con las organizaciones de Marruecos, Andalucía, Valencia y Marsella que tejían una red de protección allá donde el estado no estaba cumpliendo con su deber de amparo.
Todo quedó publicado y, supuestamente, se contribuyó a eliminar una primera reacción de miedo y rechazo desmedida por una actitud más comprensiva. La conclusión era que la vida de estos menores, como sociedad, nos concernía y que cada uno, en su ámbito, debía asumir responsabilidades.
25 años más tarde es evidente que la situación no ha cambiado, las condiciones de vida de estos jóvenes, a pesar de los esfuerzos de tutela y acompañamiento, siguen siendo muy precarias y están totalmente condicionadas por el racismo. Lejos de suavizarse, la reacción de miedo y rechazo ha reificado y ha cuajado en un discurso de odio que toma el menor extranjero no acompañado y le suma atributo de moro como catalizador de todos los peligros que supuestamente la inmigración de raíz musulmana traerá a España.
Es sabido que el catolicismo del siglo XV hace al moro y al gitano y lo que el nazismo hace al judío, como lo que la inquisición hizo a las brujas. Se trata de un mecanismo de señalización de una minoría que, por su forma de hacer o de vivir, violenta el orden hegemónico de forma más simbólica que real, y que al demonizarla se pretende un efecto ejemplificador y de sumisión de la mayoría social. La construcción de un otro portador de todo lo que no quisiéramos para nosotros, la progresiva deshumanización de ese otro, que puede ser aniquilado, quemado, torturado, expulsado o negado, tiene el efecto de lección ejemplar para los colectivos cercanos. Silvia Federici explica magistralmente cómo la caza de brujas en Europa en los siglos XVI y XVII fue fundamental para la construcción del nuevo mundo capitalista. Explica un feminicidio masivo de mujeres que tenían en sus manos el poder de la reproducción y el cuidado y que, por el hecho de ser curanderas libres y amas de casa de su cuerpo y su sexualidad, violentaban la autoridad. De esa quema surge el consentimiento social a la explotación del trabajo, a la desigualdad de género y a la normalización del patriarcado. Me parece un buen ejemplo de lo eficaces que llegan los chivos expiatorios para el poder.
Lo que hemos oído en las Cortes españolas este julio en el debate para la reforma de la ley de extranjería para acordar un reparto de los menores no acompañados ha seguido claramente un patrón de construcción (otra vez) de este chivo de todos los pecados y que no merece nada.
En el debate parlamentario, mientras el PP pedía la declaración de emergencia migratoria en todo el Estado, Vox redoblaba la apuesta amenazando con irse de los lugares donde gobernaba en coalición. En la balanza que sopesaba el rédito entre romper los pactos de gobierno autonómicos y municipales con el PP, y lo que supondría electoralmente evitar que los menores migrantes no acompañados se repartieran por España, Vox no ha tenido ninguna duda: seguir cargando tintas contra este colector colectivo vulnerable reverbera en la imagen del moro delincuente que se quiere construir sobre la inmigración musulmana, contribuye a la penetración del discurso del odio y añade argumentos a la idea de que si protegemos a los de fuera, los de casa quedamos desprotegidos.
Hasta aquí no aporto demasiadas novedades, más allá de recordar que hace 25 años la Fundació Bofill se mojó a favor de los menores. Lo que realmente debería sorprendernos esta vez es que la reforma de la ley de extranjería para un reparto más equitativo de los 6.000 menores que en estos momentos están colapsando el sistema de protección en Canarias no ha salido adelante por el voto en contra de Junts que, sumado al PP y a Vox, lo ha tumbado. Junts se justificará diciendo que ha jugado en clave táctica, al igual que hace cuando no vota unos presupuestos, pero aquí ha atravesado la línea roja de los derechos de la infancia del brazo de la derecha más execrable, normalizando la deshumanización y contribuyendo a fijar aún más un patrón racista que se cuela como el aire por todos los rincones de nuestra existencia.
Ante el hecho reconocido de que nuestra sociedad será diversa o no será, y de que la confianza y el reconocimiento de derechos son el fundamento en el que construir la convivencia, me parece de una irresponsabilidad mayúscula atizar el fuego del miedo y el odio. No solo están en juego las vidas de estos menores que sienten el desprecio en primera persona, sino que, por extensión, está en juego el respeto que merecen todas las vidas de migrantes. ¡Al igual que cuando quemaban una bruja nos quemaban a todas!