¿Qué hacemos con el otro monstruo?
Ya puedes cogerla en fin de semana o en día laborable, a primera hora o a la hora de comer, en verano o en invierno, que en algún momento quedarás atrapado en la AP-7. El volumen de tráfico que soportan los conductores de la autopista es abrumador, e incluso angustioso.
Desde el coche, ves cómo te pasan al lado trailers de cuarenta toneladas a toda pastilla, adelantándose unos a otros, forzando el límite de velocidad en maniobras que no se acaban nunca y que provocan colas y frenadas urgentes, con encendido de los cuatro intermitentes para que no te den por detrás en los carriles y vistazos nerviosos al retrovisor como si pudieras evitar los choques con la mirada.
La sensación de estar en el carril de los burros es constante, y la búsqueda de la vía de escape más rápida convierte la conducción en una carrera de videojuego más que en una actividad segura. Todo el mundo corre desmesuradamente en cuanto puede, como si lo persiguiera el monstruo del atasco, el de ahora o el que seguro que te encontrarás más adelante, porque la pantalla del navegador ya te lo anuncia en rojo rabioso y con la hora de llegada prevista que se alarga de forma espectacular.
El Código de la Circulación se difumina. Tanto te pueden avanzar por la derecha como por la izquierda, la distancia de seguridad es un lujo del pasado y el ceda el paso de las incorporaciones se ha convertido en inútil, convertido en un vago recuerdo del examen del carnet de conducir, porque a la autopista se entra y se sale lanzado en plancha. La AP7 y en general las vías de gran capacidad que descienden y suben hacia el anillo metropolitano son la continuación del apretujamiento de Barcelona por otros medios, una pesadilla hecha realidad, la evidencia de un país con la movilidad diaria al borde del colapso y el lugar donde te preguntas, solo, con la radio y el aire acondicionado, qué sentido tiene todo esto.