Lo que nadie dice sobre la soberanía europea
Hace unas semanas, en un evento institucional en Bruselas, un experto en políticas digitales celebraba que la apuesta europea por la defensa abría una ventana de oportunidad para la inteligencia artificial europea. Pero advertía: "Necesitaremos muchos más datos de los que tenemos ahora". Nadie en la sala pareció encontrar ningún problema. Nadie mencionó que uno de los principios más importantes del Reglamento General de Protección de Datos (RGPD) es precisamente el de limitar la recogida de datos a lo estrictamente necesario.
El episodio fue revelador, no por lo que se dijo sino por lo que se dejó entrever: en nombre de la soberanía tecnológica europea están ganando terreno voces que piden menos normas, más flexibilidad, menos obstáculos. En otras palabras: desregulación. La narrativa de la soberanía, que podría ser una oportunidad para reorientar el desarrollo digital hacia modelos más justos y sostenibles, está siendo instrumentalizada como coartada para desmantelar protecciones construidas con mucho esfuerzo democrático.
En el ámbito digital, la palabra soberanía ha sido adoptada con entusiasmo. Se apela a ello para defender la necesidad de infraestructuras propias, independencia tecnológica, autonomía frente a potencias extranjeras. Pero en la práctica este discurso va acompañado de una presión creciente para rebajar estándares reguladores. En lugar de reforzar el papel de la ley para garantizar derechos, la legislación empieza a verse como una carga que impide la innovación europea. Esta tendencia no es abstracta: ya se ha anunciado una agenda de simplificación que llegará al propio RGPD.
Y, mientras, las grandes tecnológicas actúan. Este lunes, Meta empezó a utilizar los contenidos publicados por los usuarios en sus plataformas para entrenar sus sistemas de inteligencia artificial, salvo que se opte expresamente por excluirse. No se ha pedido consentimiento, no se ha informado de forma comprensible, y todo apunta a que esta práctica es contraria al propio RGPD. Sin embargo, las autoridades de protección de datos siguen divididas. Es difícil imaginar una ilustración más cruda del doble discurso europeo: mientras se debilitan las normas desde dentro en nombre de la competitividad, se permite que quienes llevan años explotando nuestros datos impongan su ritmo, incluso cuando violan derechos.
No se trata sólo de protección de datos. Lo que está en juego es algo más profundo: el modelo de digitalización que Europa quiere promover. ¿Una digitalización guiada por principios de sostenibilidad, justicia social y respeto a los derechos fundamentales? ¿O una versión europea del tecnoextractivismo global, en la que lo único que cambia es la bandera de la empresa que lidera el mercado?
La soberanía digital, en la formulación actual, prioriza quién tiene el control (europeo o no), pero olvida preguntarse cómo se ejerce este control, con qué límites, con qué impacto. El riesgo es que esta narrativa sirva para justificar un progresivo debilitamiento de las protecciones democráticas, bajo la promesa de que así Europa podrá competir en igualdad de condiciones con otros actores globales.
Pero si para competir hay que renunciar a derechos, normas y principios, ¿qué tipo de autonomía tenemos? La soberanía no debería ser el pretexto para flexibilizarlo todo. Debería ser el punto de partida para exigir más justicia, menos regulación.