Netanyahu te necesita
Es difícil aceptar la frustración ante el espectáculo continuo de muerte y terror en Gaza. Miles de personas mueren día a día, víctimas de la violencia descontrolada del régimen israelí de Benjamin Netanyahu. Los gritos de desesperación, los bombardeos, los francotiradores que apuntan a las colas del hambre, los cuerpos destruidos por las explosiones o convertidos en espectros, en fantasmas, por el hambre. Las imágenes del genocidio se van sucediendo mientras la comunidad internacional observa impotente, incapaz de detener el horror.
Mientras se masacra a la población civil, las palabras de condena de la comunidad internacional se diluyen en un proceso burocrático que hace que el verdadero horror que se vive en Gaza no asuma el peso moral que necesita para ponerle fin.
Las sanciones simbólicas, las condenas airadas y las reuniones de emergencia en Naciones Unidas acaban reduciéndose a palabras vacías, incapaces de frenar el caos y el impulso destructivo de un Netanyahu que, desde su posición de poder corrupto, simboliza la impunidad de la guerra sin normas. El dolor de la población civil que muere en Gaza se ha convertido en una mera constatación, una estadística trágica en un escenario global que no sabe cómo afrontar la tragedia humanitaria en la que se ha convertido este conflicto.
Para muchos, los campos de concentración durante el Holocausto representaban la forma más extrema de deshumanización que la historia ha conocido hasta ahora. Pero su sombra se extiende hasta la actualidad.
Primo Levi, que sobrevivió al horror de Auschwitz, nos dejó una reflexión que sigue siendo válida: "El horror es un acto del hombre, no de la naturaleza".De su experiencia deberíamos haber aprendido que el mal, la violencia y la deshumanización no son fuerzas impersonalizadas que provienen del exterior, sino una creación humana. El mal es pensado, cultivado, alimentado y con frecuencia sistematizado por individuos que, en muchos casos, solo cumplen órdenes, desconectados del todo de su conciencia. Así como los nazis redujeron a las víctimas a cifras y a procesos burocráticos, también vemos cómo los palestinos se convierten en instrumentos de una violencia estructural que los hace desaparecer como individuos, como personas.
Hannah Arendt, en su libro Los orígenes del totalitarismo, abordó este fenómeno a través de la noción de la "banalidad del mal". Fue a través del examen del caso de Adolf Eichmann, uno de los responsables del Holocausto, cuando propuso que el mal no siempre se presenta como una figura monstruosa y malévola. Por el contrario, a menudo se esconde en individuos "normales", burocráticos, asustados, que solo cumplen órdenes sin cuestionar la moralidad de sus acciones. Como escribió Arendt, "la banalidad del mal es el concepto que permite entender que personas aparentemente normales puedan participar en actos terribles".Esta reflexión es una advertencia vigente: el mal no siempre es visible como una barbarie explícita; a menudo se disimula bajo la máscara de una administración imparcial, de una falsa "seguridad", de una lucha contra el antisemitismo.
En este contexto, es esencial recordar que, incluso en los momentos más crueles de la guerra, existen normas. Las convenciones de Ginebra, hoy ignoradas, se diseñaron precisamente para proteger a los civiles y establecer límites a la barbarie. La protección de los no combatientes, la prohibición de algunas armas y la creación de espacios humanitarios intentan impedir que la guerra se convierta en una pura destrucción sin control. Pero cuando estas normas se convierten en papel mojado, cuando la distinción entre combatientes y civiles desaparece, la guerra se convierte en un espacio donde la deshumanización se impone. Gaza es un ejemplo de la violencia indiscriminada, sin restricciones legales ni morales.
La guerra sin normas y sin periodistas invisibiliza a las víctimas. Los fallecidos en Gaza no tienen nombre, ni profesión, ni sexo ni edad. De hecho, algunos ni han nacido.
"Lo que sucedió fue, en primer lugar, la destrucción de la esfera de lo humano", escribió Arendt, refiriéndose a los procesos de deshumanización que caracterizan a los regímenes totalitarios. En el caso de Gaza, la violencia se presenta como una necesidad, una respuesta legítima, aunque las consecuencias sobre las vidas humanas sean terribles. Esto es precisamente la banalidad del mal: la creencia de que destruir al otro, negarle la humanidad, es una acción necesaria e incluso justificable.
El reto que nos plantea la historia es hacernos responsables, por primera vez, de este mal sistemático. Los seres humanos tenemos el poder de decidir entre la compasión y la indiferencia, entre la humanización y la deshumanización. Si el pasado nos enseña algo, es que el mal no es inevitable, sino una elección.
Ante esto, nuestro deber es recordar, resistir y no caer en la banalidad del mal, en la indiferencia cómoda que nos permite seguir con nuestra vida. Las imágenes del hambre y el dolor en Gaza, como los horrores de los campos de concentración, son un grito urgente a nuestra conciencia. Es hora de despertar, denunciar y detener la deshumanización. Netanyahu necesita nuestro silencio, nuestra indiferencia, nuestra putrefacción moral.