No sé si todavía debe hacerse o si ya no se hace. Recuerdo que, hace unos años, vendían niños del Sáhara en Cataluña de colonias de verano, con familias que les acogían. El Sáhara fue colonia española hasta 1975; explotada torpemente y abandonada a su suerte.
Estas familias les llevaban al médico y siempre explicaban la sorpresa de estos niños al ver los grifos y las piscinas. Abrir un mecanismo y que en manar agua o sentir el placer de zambullirse en el agua, cuando nunca lo habían hecho, era mágico.
Pero ahora, aquí, los grifos y las piscinas ya no se darán tanto por supuestos . Nos dicen que no hacemos bañeras sino duchas y pronto nos dirán que no hace falta ducharse todos los días. Nos dirán que el agua de hervir judías no debe tirarse, que debe aprovecharse, como hacía la abuela. Que siempre decía: “¿Los fregaderos? ¡Las mejor alimentadas!”, queriendo decir que tirábamos lo mejor.
Nos dirán que es urgente que el agua de la ducha no se tire, que sirva para ir al depósito del inodoro, que si te ha sobrado infusión, una vez fría, debe servir para regar una maceta, que si estás en un hotel no lo tienes que aprovechar para ducharte más rato, porque esa agua, en realidad, también es tuya. Las piscinas, sí, serán un lujo, como para los niños del Sáhara.
Dice el AHORA que “Aigües de Barcelona, la distribuidora del área metropolitana de Barcelona, está haciendo pruebas para comprobar si bajando la presión se puede conseguir la reducción de consumo doméstico”. Quizá sea lo necesario. Quizás es necesario que cada uno de nosotros tenga derecho a un consumo total diario. Les digo algo, lectores, quizás me ducharía menos a cambio de poder regar mis plantas. No quisiera, en modo alguno, dejarlas morir. Cada vez que veo una abeja o una mariposa en un test mío, pienso que contribuyo a un equilibrio imperfecto. Necesitamos plantas autóctonas, resistentes a la sed, no podemos mantener hierbas propias de Irlanda, claro, pero regar los rosales y los geranios debe poder ser. O lo lamentaremos.
