¡No lo miren a los ojos!

El ejemplar se encuentra en cualquier lugar donde sea necesario utilizar un servicio público, de aquellos que no complacen. Podrá distinguirlo porque va solo, pero comenta en voz alta. Quiere ser escuchado. Quiere que alguien muerda el anzuelo y lo mire a los ojos.

Lo que pensaba pescar a mí, hoy, ha entrado temprano en un bar dispuesto a ir al baño. Ha movido la cerradura de la puerta donde había dos pictogramas, con el noble y urgente propósito de abrirla, pero no ha salido adelante y ha creído, pues, que estaba ocupado. Es llamado. Nadie le ha respondido, porque ahí dentro no había nadie. "Podrías contestar, al menos", le ha dicho, galopando encima del caballo Sarcasmo, a nadie. Ha girado la cabeza para buscar aprobación y, automáticamente, como un resorte, yo he clavado los ojos en el corazón de espuma de mi café con leche. Acto seguido, casi cantante ha dicho: "¿Ho-la?" Las notas de este “Hola” eran un solo y un re. "Eh, que quizás se ha muerto!", ha bromeado, volviendo a buscar la complicidad parroquiana. Todo se acabó cuando la camarera le abrió la puerta, que iba un poco fuerte.

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En la cola de Hacienda, cuando le falte un papel, dirá, mirando al resto de gente, sentada en los bancos, concentrada en su número: "¡Es la burrocracia!" Esperando el tren, hará: "¿Cercanías? Agonías, eso es lo que es. ¡Es tercermundista...!" Y en la tienda, hará: “Ay, qué verdes los plátanos... Son de cámara...” Con este ejemplar no se puede cometer el error —fatal— de hacer una sonrisa, medio forzada, sin mirarla a los ojos, porque él se le tomará como un doble tick. Si sonríes, mirando al suelo, con la boca pulsada, ya has bebido aceite, y se te dirigirá. Y nunca te soltará. Comentará contigo todo lo que le pase por la cabeza.

Misteriosamente, el mismo ejemplar, si va con otro, comenta las mismas cosas, pero en voz muy baja y críptica, como si se estuviera confesando de un horrible crimen.