Estar o no estar
Los artistas que han cancelado su actuación en el Sónar en solidaridad con el pueblo palestino vuelven a poner sobre la mesa qué podemos hacer con nuestras convicciones en un mundo en el que, si no eres radicalmente outsider, de los de verdad, no los de boca, estás atrapado en una red de intereses económicos que indirectamente terminan favoreciendo especulaciones y/o negocios legalmente despreciables. Por eso, por mucho que un festival reivindique su independencia de gestión y de dirección artística después de haber aceptado el dinero de un fondo de inversión para "salvarlo"(el movimiento financiero se justifica por la necesidad de mantener el festival después de los paros por la covid), es evidente que la independencia es mucho más relativa que la necesidad de que te entre dinero. Esto es así objetivamente, sin ningún tipo de juicio moral. Y así funcionan tantísimas cosas, mucho más allá de un festival. Porque la alternativa es cerrar. O el decrecimiento, que ni se plantea. Por eso vivimos entre contradicciones y justificaciones. Haciendo esfuerzos mayores o menores para mantener una cierta coherencia entre el pensamiento y la acción. También es verdad que hay quien apuesta por la máxima coherencia dentro de sus posibilidades y quien, decididamente, lanza la ética que reivindica en el momento en el que le habla su bolsillo o su ego. Con el argumento, eso sí, de que el sistema se dinamita más eficazmente desde dentro, algo que ya hemos visto que no es así. El sistema, muy bien pensado, puede hacer creer que da voz, pero suele tener la última palabra.
Siempre es loable defender causas justas, y aunque las protestas no detengan el genocidio palestino –como no pararon, en su momento, la Guerra de Irak, pese a la movilización de millones de personas en todo el mundo–, sí que nos posicionan a favor de quienes sufren y en contra de los que generan el sufrimiento. La utilidad es muy subjetiva y la obsesión por hacer de todo una cosa práctica es excesivamente persistente. En cualquier caso, el mundo no cambia nada asintiendo a todo con la cabeza. Y para intentar despistar, ya se preocupan suficientemente los poderes fácticos y tácticos de dejar un resquicio para la protesta, cada vez más pequeña, de modo que no se pueda decir que no tenemos libertad de expresión. Un arma de doble filo, pues finalmente quien siempre acaba teniéndola a mansalva son aquellos que proclaman la guerra y no la paz. La paz se reivindica y la guerra se justifica. El mundo es extrañísimo.
En La brama del cérvol, el último espectáculo de La Calòrica, se preguntan, con su ironía habitual, si hacer teatro sirve para cambiar el mundo, si realmente la cultura nos transforma tal y como pretende (alguna cultura, no toda) y si no es contradictorio escribir obras marxistas desde una casa confortable en California. Y mientras sobre el escenario se ridiculiza a unos personajes que reconocemos fácilmente en su pretensión, es inevitable que, como espectadoras, también nos sintamos ridículas nosotros mismas, creyendo que yendo al teatro a ver cómo otros critican el mundo ya damos un paso para hacer un mundo mejor. ¿Pero lo hacen peor quienes han decidido actuar en el Sónar? Si todos los artistas del Sónar hubieran decidido cancelar su actuación, el genocidio palestino no se habría detenido, pero el eco habría sido más sonoro. ¿Quién se sentiría mejor? ¿Sería mejor?
Hay preguntas con muchas respuestas. Hay preguntas que no podemos dejar de hacernos. Pero podemos asumir que vivimos con muchas incoherencias y que no todas las podemos asumir. Por eso cambiamos. Y por eso, también, cambia el mundo.