Oriol Bohigas: 100 años
Este sábado, 20 de diciembre, Oriol Bohigas habría cumplido 100 años. Murió en los 95. La Barcelona sobrepasada por su propio éxito es en muy buena medida su culpa. Él fue el cerebro de la transformación urbana. La deriva ultraturística le habría exasperado. Se habría arremangado para volver a cambiarle el rumbo.
Quería una ciudad cívica, culta y creadora. Llevaba en la sangre el ideal republicano catalanista y afrancesado, con un punto indisimulado de despotismo ilustrado: era más de libertad y fraternidad que de igualdad. Enlazaba Cerdà (la ambición de un urbanismo racional y progresista), Modernismo (la bohemia rompedora y superadora de la Renaixença), Novecentismo (la institucionalización cultural) y vanguardia (la modernidad estética). Miraba al pasado con conciencia histórica para transformar el presente con conciencia social y proyectar su futuro con ambición global. Con una energía desbordante y un liderazgo intelectual y ejecutivo, logró unir pensamiento y acción sobre el terreno, sobre una Barcelona que quería catalana y cosmopolita.
Dialéctico, seductor, determinado, era un luchador de guante blanco y corbata llamativa, de verbo afilado. Trabajador más de despacho que de calle, también era un fabuloso hedonista: whisky y puro, piano, tertulia de sobremesa, noches alargadas... Pero al día siguiente madrugaba. Carismático y con autoridad, sabía escuchar: hasta que sintetizaba y decidía. Cuando quería, era cruel y hiriente. Decía verdades sin filtro, hasta el insulto. Y al mismo tiempo, a menudo con un inesperado giro de simpatía, acababa siendo amigo de sus supuestos enemigos. Porque por encima de todo respetaba la inteligencia.
Más que de consenso, era un hombre de síntesis, un gran estratega polemista. Dotado de una memoria y una erudición remarcables, y de una mirada larga, ataba pasado y futuro. Se convirtió en un referente durante décadas. Escuchado y temido. Exigente y respetado. Llevaba la voz cantante. Con su entusiasmo y su vitalidad contagiosos, con talento y una vasta curiosidad, con conexiones internacionales, estiró la ciudad y el país hacia arriba. Subió el listón de la excelencia colectiva. No renunciaba a nada: su empuje omnímodo creaba adicción.
Barcelona le debe mucho. Desde el Ayuntamiento, primero con Narcís Serra y después con Pasqual Maragall, ejerció de delegado y asesor de Urbanismo y de concejal de Cultura. Desde un conjunto de instituciones clave (Escuela de Arquitectura de la UPC, Fomento de las Artes Decorativas, Edicions 62, Fundació Miró, Fundació Tàpies, Ateneu Barcelonès), insufló nuevos aires a la creación. Desde la escritura (libros propios, articulismo en la prensa generalista –sobre todo en laHoy, pero también en El País y otros medios–, en las revistas de arquitectura –Arquitecturas Bis, Loto y otros– y en otras plataformas como Sierra de Oro), marcó el paso de la opinión político-cultural. Durante más de medio siglo de antifranquismo y democracia, estuvo en todas las salsas. Fue la más visible cara catalanista de la Gauche Divine.
Felipe González le quiso fichar de ministro de Cultura y Harvard le quiso de decano de arquitectura, pero él eligió Barcelona, su gran pasión, su obra, donde perdió batallas puntuales (como la de la Sagrada Familia) pero ganó la batalla global de la transformación de la ciudad, la Barcelona de los barrios con identidad, de las... obra y una pasión en la que se confundían amistad y trabajo, vida profesional y personal. La metáfora es la plaza Real: en un extremo, la vivienda particular; en el otro, el despacho. Y Rambla arriba, a diez minutos a pie, el Ateneu Barcelonès, que acabó presidiendo. Así terminó sus días. Más allá del núcleo duro de MBM, sus amigos eran arquitectos –de Federico Correa a Gae Aulenti, de Òscar Tusquets a Beth Galí–, artistas, diseñadores, escritores... La lista sería larga. El capítulo amoroso también llenaría páginas.
¿Quién lidera hoy el urbanismo de Barcelona? ¿Quién la piensa e imagina un nuevo futuro? ¿Quién defiende su latido cívico y cultural? Por eso lo echamos de menos.