Tener que pedir dinero

Recuerdo que, hace un tiempo, oí a la escritora Cristina Morales explicando que si querían enviarle una propuesta laboral, ya fuera para invitarla a un festival, a una charla oa un diálogo, le escribieran el importe previsto en el asunto del correo. Así, sí: que junto al tema ("Recital poético para el festival X"), añadieran cuánto dinero le ofrecían por el trabajo. Decía que, de lo contrario, no se molestaría en abrirlo. En ese momento me pareció exagerado, algo pasado de vueltas, pero con el tiempo tengo que darle la razón. Pedimos el pan entero para conseguir migajas, ya se sabe, y yo ahora me conformo si me indican en el cuerpo del mail, sin que tenga que preguntarle, cuánto me pagarán. Sin embargo, normalmente hay que responder: "Disculpad, ¿y con qué presupuesto cuenta?", "¿Contemple pagar honorarios?", con miedo, como si pidiera lo que no toca.
Dirá que es que nos cuesta hablar de dinero, pero no es cierto. Hablamos todo el rato, sin parar: de cuánto nos cobran por el alquiler, para sentirnos menos solos; de cuánto nos sale a pagar a la renta, por lamentarnos juntos, o de cuánto nos sale a cobrar, por compartir la alegría. De si el Vinícius será el fichaje más caro de la historia del fútbol, de si a Rubiales le han condenado a ingresarle un menú diario a Jenni Hermoso o de si el Barça no tiene ni un duro. Quizá lo que ocurra es que hemos asumido que hay sectores en los que el dinero, así de entrada, no es importante. Y es curioso, porque esto ocurre con los sectores más precarizados, como el de la cultura. Preguntamos con miedo, como si pidiéramos lo que no toca, porque se entiende que en nuestra profesión escogida primero viene la pasión y después vienen los céntimos. Todavía nos parece impensable decir en voz alta que si voy a ese recital oa ese otro, que si digo que sí a un diálogo oa una conferencia, que si declino una invitación o la acepto, quizá sea porque la pagan bien o no, o sencillamente porque la pagan o no.
También recuerdo que en la primera Feria de Tárrega pospandémica una artista me confesó que cuando pasaba a los programadores el correo de su mánager, quien había al otro lado del ordenador, respondiéndoles, era ella misma. Nadie más. "Es la única manera de que me tomen en serio –decía–, la única manera de dejar de sentir que me están haciendo un favor para programarme". No es fácil, tener que regatear el sueldo que deben pagarte por el trabajo que haces. Tampoco es fácil tener que preguntar si cubrirán los gastos de desplazamiento cuando te invitan lejos de casa, y debes argumentarles que si te pagan 200 € sucios y primero restas el IRPF, y después la gasolina, y también descuentos el menú que debes hacerte entre el ensayo y el bolo, entonces no te sales más. Y aún es menos fácil explicarles que si te invitan a un festival que dura unos días, algo que me acaba de pasar, tendrían que pagarte las dietas, como lo hacen a los deportistas, porque si estás lejos de casa es por trabajo, no por ocio, y los honorarios escasos (o inmensos) que te ofrecen no deben pagar nunca en restaurantes en casa. Si se apreciara el oficio, se entendería que cubrir estas necesidades es fundamental para garantizar un buen resultado del encargo. He leído riders de grupos de música (catalanes) donde pedían al camerino unos caprichos que me da vergüenza escribir, cosas impensables, de verdad, exageradas, pero añadir quince euros al presupuesto para pagarle la comida al poeta o la gasolina que le lleva al último pueblo de Catalunya es impensable.
Con todo, no sé cuál es la solución. Me he dado cuenta de que la única manera de cambiar el relato es hablando del dinero como no se esperarían que lo hiciera: claramente, sin dar rodeo. Intento explicarme bien, decir que vivir de ello exige pedir buenas condiciones, y, poco a poco, me echo la culpa por pedir lo que, de entrada, ya debería existir: retribución y dignidad. Luego, créeme, ya somos nosotros, poetas y escritores, que trabajamos gratis por gusto: presentaciones de amigos, recitales solidarios, cediendo material para antologías y recopilaciones... Ahora bien, si se trata de trabajo, al menos fingimos que quien lo ofrece se cree que recitar, leer o hablar es un trabajo en serio. Como si fuéramos a ese auditorio a reformarlo, a pintarlo, a limpiarlo oa hacerle una inspección. Del valor simbólico, social y cultural de lo que hacemos, ya hablaremos otro día.