Los peligros del giro 'demográfico' del catalanismo

Hace un tiempo que en el catalanismo se habla cada vez menos de soberanía y más de "demografía", que en la mayoría de los casos es un eufemismo para hablar de "inmigración". En el universo catalanista se ha ido haciendo cada vez más popular una diagnosis que identifica el fuerte crecimiento demográfico de los últimos años como fuente de buena parte de los problemas sociales, culturales y nacionales que sufre Cataluña.

En el origen de este giro demográfico del catalanismo me atrevería a decir que hay una derrota mal digerida. La frustración por no haber alcanzado la independencia en 2017 ha tenido varias derivadas, siendo ésta la última reverberación. En pocos años el catalanismo mayoritario ha pasado de disputar el poder en el Estado a entrar en una fase más bien de repliegue defensivo, en la que la catalanidad como un proyecto de futuro potente y ambicioso ha ido dejando paso al lamento por el crecimiento demográfico excesivo.

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Este giro demográfico está presente, de una u otra forma, y ​​con declinaciones muy diferentes, en discursos de todo el espectro ideológico del soberanismo. Las izquierdas se fijan sobre todo en el modelo económico, la derecha radical de Aliança lo plantea en términos xenófobos y el centroderecha de Junts se esfuerza por hacer equilibrios, como hacen casi todos los partidos de su familia ideológica en Europa. Sin embargo, hay que ser claros: si bien todos estos discursos tratan la misma cuestión, son radicalmente diferentes entre ellos. Querer mezclarlos puede ser tentador por intereses políticos, pero es intelectualmente muy poco honesto.

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En todo caso, es necesario entrar a debatir el fondo de algunas de las premisas —explícitas o implícitas— del giro demográfico del catalanismo. Esto ocurre, de entrada, por decir que en algunos de estos discursos hay elementos muy razonables. Es razonable cuestionar un modelo de crecimiento económico basado en sectores de baja productividad, que lo fía todo al crecimiento del PIB total y el estancamiento del PIB per cápita (como explicaba Jordi Galí en ese mismo diario hace unos meses). También es razonable pedir límites a la industria turística, porque genera enormes externalidades negativas. Es más que razonable, también, plantearse los límites de unos servicios públicos que sufren una presión enorme para atender a una población cada vez mayor y compleja, en un marco de austeridad cronificada e infrafinanciación que, de momento, nadie ha logrado revertir. Y es razonable, por último, tener en cuenta las consecuencias políticas, en forma de crecimiento de la extrema derecha, que tiene en toda Europa la interacción de los flujos migratorios con las desigualdades, la pérdida de poder adquisitivo de los salarios, la esclerosis de los servicios públicos y el abandono de partes del territorio. Por todo ello, las apelaciones que celebran o reivindican a los 10 millones de habitantes como objetivo de país son, en el mejor de los casos, frívolas.

Dicho esto, en el giro demográfico del catalanismo hay muchos elementos que hay que cuestionar críticamente. En primer lugar, cualquier discurso que ponga el foco en las personas, sugiriendo que aquí sobra gente, acaba alimentando, directa o indirectamente, a la derecha radical. El experimento fallido de Sahra Wagenknecht, que propuso un giro de discurso similar a la izquierda alemana y que acabó fuera de juego y engordando la AfD, es un precedente para anticipar lo que ocurrirá aquí si se sigue por ese camino, como apuntan las encuestas.

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En segundo lugar, el discurso que se articula en torno al giro demográfico parte de una gran simplificación sobre la cuestión del modelo productivo de Cataluña, y lo presenta como si fuera una especie de plan quinquenal que la Generalitat puede hacer y deshacer a voluntad. La realidad, en una economía capitalista como la nuestra, es que (desgraciadamente) los poderes públicos tienen una influencia real pero limitada en la definición del modelo productivo frente a las fuerzas del mercado. Y, en cualquier caso, las instituciones catalanas tienen un margen de actuación muy limitado en comparación con las estatales y europeas. Ésta es, al menos para las izquierdas soberanistas, una realidad a transformar, pero en ningún caso a ignorar.

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En tercer lugar, el giro demográfico parte también de un análisis muy simplificado de las causas de los flujos migratorios. Para entender por qué ha llegado tanta gente a vivir a Cataluña hay que tener en cuenta tanto los múltiples factores de atracción que tiene el país (trabajo, seguridad, instituciones estables, servicios públicos, clima, redes, etc.), como los factores que empujan a los migrantes a salir de sus países (pobreza, violencia, represión...). Modular tímidamente uno de los factores de atracción (reduciendo la demanda laboral) tendría en el mejor de los casos un efecto temporal y limitado.

Además, la evidencia demuestra que las políticas de cierre de fronteras son más simbólicas –para contentar a votantes– que efectivas: pueden reducir temporalmente las llegadas, pero a largo plazo los otros factores se acaban imponiendo. Lo que sí hacen estas políticas es empeorar mucho las condiciones de vida de los migrantes, incrementar las muertes en las rutas migratorias, reducir la migración estacional y los flujos de vuelta, y provocar picos de llegadas justo antes del cierre de fronteras.

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En cuarto lugar, el discurso del giro demográfico olvida que un modelo productivo que genera puestos de trabajo de calidad y economía de alto valor añadido como el que hay, por ejemplo, en buena parte de Barcelona (o en Sant Cugat) también atrae inmigración calificada de los países ricos: son los llamados expados. Y por lo que observamos, los efectos lingüísticos y culturales de esta inmigración son iguales o peores que los de la inmigración de clase trabajadora, porque tienen menos incentivos para enraizarse, ya menudo sus hijos se segregan en escuelas internacionales.

En quinto lugar, también simplifica los efectos de la inmigración sobre la lengua. La llegada de población no-catalanohablante reduce la presencia del catalán en términos relativos, pero a la vez aumenta su número absoluto de hablantes. Aunque sólo una minoría de los recién llegados adopte la lengua, con la inmigración y su descendencia el catalán incorpora a miles de nuevos hablantes. Y aunque el porcentaje de hablantes es un factor crucial, el número absoluto es también crítico por la viabilidad a medio y largo plazo de una lengua y cultura, condicionando por ejemplo su presencia en las industrias culturales y tecnológicas.

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De hecho, hay que pensar en los efectos de segundo y tercer orden. En la hipótesis de una Catalunya sin inmigración, el escenario más probable sería el de una sociedad en acelerado envejecimiento, que entraría en una espiral de pérdida de dinamismo, decadencia económica y cultural, y emigración de jóvenes autóctonos. Un país así, en poco tiempo, perdería el nervio creativo y cultural. Esto condenaría a la cultura catalana a la esclerosis y la folklorización.

Profundizar en este camino del giro demográfico supone una ruptura profunda con la tradición histórica mayoritaria del catalanismo, que ante una realidad secular como la de la inmigración ha puesto siempre el énfasis en la incorporación a la catalanidad, y en la igualdad de derechos y oportunidades de todas las personas que viven en Cataluña. Conviene recordar que es una tradición que ha conseguido que la lengua catalana, con todos sus problemas y en un contexto político totalmente hostil, sea hoy una de las lenguas sin estado con mayor vitalidad del mundo.

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El gran problema de este giro demográfico es que va en dirección contraria al gran reto que tenemos como país, que es la incorporación efectiva de la segunda generación de la última ola migratoria a la catalanidad –a una catalanidad viva, renovada y injertada–. Las recetas las conocemos ya: la escuela, la política lingüística y una cultura potente y atractiva, pero también la movilidad social y la mezcla. No es, ni mucho menos, un reto fácil. Especialmente sin las herramientas de un estado, con un estado poderoso en su contra, y en un contexto global, cultural y tecnológico complejo. Pero, guste más o menos, no hay atajos.