Plan anticorrupción: de lo que hay que… a hacerlo
El presidente Sánchez ha presentado el nuevo Plan estatal de lucha contra la corrupción, estructurado en cinco ejes y compuesto por quince medidas. Siempre es bienvenida la voluntad política de afrontar de forma integral uno de los principales retos de cualquier democracia: la corrupción.
Combatirla implica tres niveles de intervención: reacción, prevención y cultura. Es decir, perseguir judicialmente los delitos cometidos, evitar las condiciones que les permiten y construir una cultura institucional y social que les haga inconcebibles. O dicho de otro modo: convertir la corrupción en perseguible, impracticable e impensable.
Más allá de un análisis técnico detallado del Plan, vale la pena destacar algunos elementos clave y reflexionar sobre su conexión con el contexto catalán.
Entre las propuestas más relevantes del Plan estatal destaca la inclusión automática en listas negras (blacklisting) de las empresas condenadas por corrupción, impidiéndoles así volver a contratar con la administración. Igualmente notable es la figura del decomiso administrativo, que permitirá incautar bienes incluso sin condena firme (ya sabemos cuáles son los tiempos de la justicia).
También se prevé crear una Agencia Independiente de Integridad Pública, que centralice competencias ahora dispersas, y se refuerza con presupuesto la hasta ahora más bien simbólica Autoridad de Protección del Informante creada por la ley 2/2023, transposición (tardana) de una directiva europea.
Pero centrémonos en Cataluña. Para empezar, en el plan se hace mención constante a la importancia de la administración abierta y de la participación de la ciudadanía en la prevención de la corrupción. Un elemento diferencial en este sentido es que en Cataluña disponemos de una fuerte red de organizaciones de lucha contra la corrupción organizadas en el Pacto Social contra la Corrupción. Hace unas semanas tuvo lugar la tercera Cumbre contra la Corrupción en el Parlament, donde se puso de manifiesto que muchos de los compromisos suscritos por los partidos políticos en la segunda cumbre no se han llegado a cumplir. Muchas de las medidas señaladas en el Plan estatal ya están recogidas desde hace años.
En la pasada legislatura se impulsó un anteproyecto de ley catalana de integridad, más ambicioso que la mera protección del informante porque planteaba justamente un sistema integral para coordinar persecución, prevención y cultura. Eso sí, no preveía una nueva agencia de integridad, ya que ahí está la Oficina Antifraude de Catalunya, que podría asumir este papel con las reformas necesarias. Actualmente, el colapso en su rol como canal externo de alertadores es evidente, y varios denunciantes han reclamado una mayor eficacia y protección real.
Cataluña también fue pionera en iniciativas como el Registro de Grupos de Interés, primero en España. Sin embargo, después de una década, parece haber un consenso sobre los límites que plantea –la influencia política suele ejercerse fuera de las vías formales–. Por eso, más que registrar lobis, puede ser más efectivo –no sólo en términos de prevención de la corrupción, sino de transparencia en general– publicar las agendas completas de los altos cargos y, aunque parezca cuestión alejada, establecer de una vez la figura del directivo público profesional, para evitar que la designación de cargos se base únicamente en la confianza partidista.
Y puesto que hablamos de partidos, sorprende que no se dedique más atención directa a su papel en los esquemas de corrupción, ya que son los actores clave en la designación de cargos públicos y receptores de financiación opaca en muchos escándalos. El Plan estatal propone auditorías externas obligatorias para partidos que reciban más de 50.000 euros públicos, así como un umbral menor para declarar donaciones. Pero quizá habría que ir más allá: revisar límites de gasto, financiación y modelo de funcionamiento interno de los partidos, muchas veces opaco e impermeable a la rendición de cuentas.
Otro acierto del Plan es la incorporación de mapas de riesgo y análisis proactivos. Actualmente, las declaraciones de bienes e incompatibilidades son un trámite burocrático, raramente comprobado por carencia de medios. Lo que debería ser un instrumento de control es a menudo un simple trámite. La administración debe pasar de una actitud autodefensiva ("Ya lo hemos preguntado") a una lógica proactiva: identificar, prevenir y actuar antes de que el daño esté hecho.
En definitiva, la mala noticia: todavía queda mucho por hacer y muchas de las propuestas ya deberían ser una realidad en estos momentos. ¿La buena? Que sabemos qué hacer.