¿Quién protege a la infancia?

Cuando todavía no nos hemos podido recuperar del caso Pelicot, ni nos recuperaremos porque la brutalidad no se asimila, aparece ahora otro grupo de depredadores que, como los violadores de Gisèle, son lo que se conoce como personas normales. Esto significa que los hombres implicados en la red de pederastia y pornografía infantil que han destapado los Mossos, y según las mismas palabras del cuerpo policial, eran hombres "de todos los estatus sociales" y de edades que iban desde los 19 años hasta los 50. Algunos de ellos, padres de hijos pequeños y con pareja estable.

El principal acusado es un electricista de 40 años que contaba con más de 10.000 fotografías y 2.000 vídeos de pornografía infantil en el momento en el que fue detenido. Un hombre que agredió y violó a una niña de 12 años supuestamente tutelada por la dirección general de Atención a la Infancia y la Adolescencia (DGAIA), que la ofreció a otros pederastas para que la violaran mientras él lo grababa. Una niña que había sufrido acoso escolar, que vivía en un centro de menores y que con 15 años tenía relaciones con un hombre de 25, y el organismo de la Generalitat permitió que se fuera a vivir con él. Es un caso en el que ha fallado toda la protección a la infancia y que vuelve a poner de manifiesto la depravación a la que están expuestas niñas, niños y mujeres a manos de hombres que siguen considerándolas mercancía.

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La DGAIA tutela a casi 20.000 menores de edad. Niños y adolescentes que no pueden vivir con sus familias biológicas y que se encuentran en una situación de vulnerabilidad. La crisis que vive este organismo desde hace tiempo y por razones que no acaban de aclararse tiene como consecuencia romper con su principal objetivo: la atención a la infancia. Nos preguntamos qué ha fallado, pero es evidente que todo ha fallado. Lo que no significa culpar a todo el mundo porque, como siempre, el mundo está lleno de profesionales que se desviven para hacer bien su trabajo. Pero está claro que ni los niños ni los adolescentes ni los buenos profesionales pueden permitirse continuar en manos de una entidad que genera esta desconfianza. La protección a la infancia debería ser la prioridad de una sociedad civilizada.

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Fallan los adultos. Unos por falta de protección y los agresores porque pasan desapercibidos en una sociedad que fomenta la violencia, desde los liderazgos de las grandes potencias mundiales hasta las redes que promueven una pornografía que basa el placer masculino en la violación. A la víctima no se la considera persona, solo objeto sexual. Un objeto se puede usar, romper, destruir, tirar. Ir contra esta pornografía no es puritanismo. Es ir en contra de la violencia y de la falta de empatía de esa sexualidad abusiva que se desvía de una sexualidad sana, sea cual sea.

En Gran Canaria acaban de procesar a cuatro futbolistas por grabar imágenes sexuales de dos mujeres, una de ellas menor, y difundirlas sin su consentimiento. En Francia se ha interrogado al primer ministro, François Bayrou, sobre un caso de abusos físicos y sexuales en la escuela católica donde estudiaron sus hijos. Soy consciente de que vivimos en un mundo lleno de contrastes, pero, sinceramente, se hace muy difícil mantener algún tipo de esperanza en una humanidad que tortura a los de su especie por placer, por poder o por cualquier objetivo que escapa de lo que entendemos como convivencia. El electricista acabará entre rejas, pero ¿en qué cárcel han metido a esta niña y cómo saldrá adelante?

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No se nos ocurre un castigo proporcionado porque el daño que hacen es desorbitado. En realidad, no se nos ocurre ni qué decir.