Quiero un móvil
14. Este era el objetivo. Llegar a los 14 de mi hija mayor sin comprarle teléfono móvil. Era una propuesta llena de fisuras. Yo misma era consciente de que como mucho aguantaría hasta los 13. Sería todo un éxito si lo conseguía. En 6º de primaria, los Reyes llevaron el móvil a la mayoría de alumnos de la clase que todavía no lo tenían. Solo cuatro terminaron el curso sin tenerlo. Entre ellos, mi hija. “Sí, claro”, me contestaba, burlona, cuando le recordaba que la edad pactada en casa eran los 14. El verano fue tranquilo, sin ningún tipo de presión. Pero nada más empezar el curso se activó la operación #Quierounmóvil. En 1º de ESO todos los alumnos tienen uno. Todos y cada uno de los más de 100 alumnos de las cinco líneas de primero tienen móvil. En 1º C, la mía es la única que sigue sin móvil. El #Quierounmóvil ha tomado incontables formas durante estos dos meses y pico que llevamos de curso. Mi contraofensiva, evidentemente, hace aguas por todas partes. Los grupos de WhatsApp de las amigas quedan en silencio al añadir mi número. Soy una madre y esto corta las conversaciones, por mucho que dé garantías de no leerlas sin permiso. En el instituto está prohibido el uso de dispositivos electrónicos, hay carteles que lo advierten y en las reuniones de padres siempre se ha explicado así, pero todos los alumnos lo llevan encima cuando van a clase. Si lo sacan de la mochila en el aula, en el pasillo o en el patio y tienen la mala suerte de que un profesor los pilla, se lo requisan hasta el final del día. Una normativa de algodón que ha terminado desarmando mi estrategia antimóvil. Hace un par de semanas, en la asignatura de experimentales, el profesor pidió a los alumnos que sacaran el teléfono para estudiar el eclipse lunar: con la linterna del móvil debían iluminar una esfera que representaba la Tierra. Touché.
El pliego de cargos de mi hija contra mí por obligarla a vivir sin móvil es cada vez más largo. No son solo los grupos de WhatsApp donde no está, sino la vida que pasa a través de la pantalla y que ella no vive, el hecho de sentirse fuera del grupo de sus iguales. Ella cree que se lo está perdiendo todo por mi culpa. Yo estoy convencida de que cada día sin móvil es un día más leyendo libros, jugando con su hermana y llenando libretas con dibujos y escritos. El #Quierounmóvil ha subido de nivel en los últimos días. Ha llorado, ha redactado una propuesta de normas de uso e incluso ha escrito una especie de nota premonitoria donde avisa que, si cuando cumpla los 12 años no tiene móvil, "el mundo se acabará".
Este jueves es su cumpleaños. Hace pocos días recogí en mi tienda el teléfono que le he comprado, y ya tengo la tarjeta SIM con su primera línea. Le haré firmar un contrato con 10 normas de uso que si incumple implicarán la retirada inmediata del teléfono. Sé que hoy será la niña más feliz del mundo. Pero no puedo evitar sentir que le estoy fallando, que no estoy siendo capaz de protegerla. Ahora, además de supervisar deberes, trabajos, fiestas de cumpleaños y tallas de camisetas, tendré que controlar las horas que pasa delante de la pantalla, los grupos de WhatsApp donde la añaden, las fotos y los vídeos que comparte y las apps que instala.
La campaña que estos días es noticia de las más de 5.000 familias que se han organizado para evitar que sus hijos tengan móvil antes de los 16 años me llega tarde. Es esperanzadora, eso sí. Ojalá lo consigan. Cuentan con mi apoyo, porque esto no termina ahí. La pequeña acaba de cumplir 9 y el precedente de su hermana puede ser letal. Ojalá esta campaña hubiera sido una iniciativa de Educación, ojalá las administraciones hubieran velado antes por nuestros adolescentes protegiéndolos de esta pantallitis tan tóxica. Ojalá lo hubiéramos hecho también antes las familias de mi escuela. Ojalá lo hubiera promovido yo misma antes de encontrarme saliendo de la tienda con un móvil nuevo y un extra de sentimiento de culpa. Estamos abocando a nuestros adolescentes a un mundo de adultos y a una dependencia que nosotros mismos somos incapaces de dominar. Hace 12 años que veo peligros por todas partes. Hoy, el mayor peligro es mi regalo.