Realidades gaseosas

En los últimos días hemos presenciado algo que parecía un experimento sociológico. ¿Cómo reaccionaría la sociedad si, de repente, lo que teóricamente generaba una comprensible preocupación –las irregularidades y casos de corrupción atribuidos a personas vinculadas al PSOE– fuera canjeado casi el mismo día por otros asuntos simétricos –las irregularidades y casos de corrupción atribuidos a personas vinculadas al PP–? En cuestión de horas, muchos ciudadanos pasaron de estar muy atentos a determinadas peripecias personales y partidistas a contemplar otras que, de algún modo, hacían dudar de las primeras (o al revés). Ciertas declaraciones improvisadas, convertidas después en ejercicios de sobreinterpretación de la realidad a base de trincharlas en las tertulias, se cruzaron con otras que, convenientemente recalentadas en las redes sociales, ya forman parte de la pequeña historia local de la frivolidad. Menos mal que estas cosas nunca duran más de veinte o treinta horas después del estallido inicial... Todo ello también tiene una dimensión global. Si hoy Donald Trump anunciara que tiene la intención de divorciarse –es el primer ejemplo que se me ha pasado por la cabeza– generaría una escolástica efímera sobre el tema que dejaría en un segundo o tercer plano los escombros ignominiosos de Gaza. Que conste que no me estoy refiriendo a grandes desastres naturales oa otras cosas que sí justificarían un cambio brusco de tema, sino a algo intrascendente desde una perspectiva colectiva.

La construcción narrativa de la actualidad puede llegar a parecer hoy una especie de broma, en algunos casos de mal gusto. La acusación –si es que alguien quiere leer esto como una acusación– no va dirigida tanto a los periodistas como a los consumidores de noticias de origen incierto, de sucedáneos en forma de tuits, postpiladas y transpiuladas de todo tipo y condición desprovistas de valor de cambio, por decirlo con un eufemismo que quizá alguien considere cruel. Es decir, que nada valen. Ya hace muchos años, Jean Baudrillard predijo que una vez estandarizado el acceso masivo a la información mucha gente acabaría sintiéndose culpable de no tener una opinión formada sobre todas y cada una de las cosas que sentía en la tele. ¡Y eso que Baudrillard pasó abajo en el año 2007, cuando Twitter sólo estaba en pañales! El filósofo francés se refería a la noción de "opinión continua" para designar ese estado de ánimo en el que cuando el sabio señala la Luna, el tonto mira el móvil. Boris Groys afirmaba en un contexto parecido que la realidad ya no es lo que era porque su flujo es –o parece ser– cada vez más dependiente de las distintas capas de signos superpuestos que segregan ininterrumpidamente a los medios. Entre un texto escrito en un diario de papel y su lector potencial también existe, obviamente, un juego equívoco de distancias –la sombra de una duda–, pero en ningún caso la sensación de confusión constante, a menudo razonable, entre la realidad de lo leído y la realidad en sí misma. Con la televisión primero y ahora, multiplicado por mil, con internet, todo lo que se nos muestra es percibido como potencialmente sospechoso, como una superficie manipulada y recubierta por infinitas aglomeraciones de signos, por pañales de imágenes descontextualizadas, por migajas recompuestas de fotografías ignotas, por textos de autores inciertos o incluso. La duda mediática se convierte en una costumbre, una especie de escepticismo por defecto, pero mezclada paradójicamente con formas extremas de credulidad. Groys añade una apostilla sutil: "La sospecha no sólo arruina los viejos cimientos, sino que los reemplaza por otros nuevos. La sospecha transfiere permanentemente viejos signos a nuevos medios". Traducción: el clásico caso Dreyfus, por ejemplo, no se ha cerrado, sino que renace y muta periódicamente en otros temas y formatos gracias a la lógica del escandalismo.

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Actualmente, la inteligencia artificial generativa (IAG) hace que determinadas pruebas documentales basadas en imágenes o audios empiecen a tener un valor muy relativo. ¿Qué ocurrirá cuando ya sea materialmente imposible distinguir entre una conversación real y otra que ha sido generada por la tecnología IAG? Hace sólo cinco o seis años, esta hipótesis habría resultado objetivamente exagerada, una hipérbole distópica (de hecho, hace un tiempo muchos leyeron a ciertos comunicólogos en esta clave). Hoy ya no es así. La estrategia de la mayoría de personas que comparecieron por la operación Catalunya se basó, precisamente, en apelar a la sospecha sobre el material registrado que les incriminaba. La realidad ni siquiera será líquida, sino directamente gaseosa –si llega.